Diez años después volví y llevé a Sol. Sentí la misma pesadumbre que la vez anterior, el mismo ahogo, la dificultad que persiste cuando por momentos se te olvida respirar, cuando crees ser consciente del dolor y la angustia que se adhiere a las paredes de unas estancias fantasmales como una segunda piel, como un revoco malsano fabricado con la ausencia de los desaparecidos.
Y es que en el edificio situado en la calle Londres número 38 de Santiago de Chile funcionó a pleno motor lo más temible de la dictadura sangrienta de Augusto Pinochet, tal y como lo atestiguan las placas que siembran el suelo de la acera que a esa casa lleva, con los nombres de las mujeres y los hombres que entraron allí un día para no volver.
Cada placa un ser humano, cada uno de ellos un paso. Pasos que damos hacia la niebla que despejaremos.
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