Los del Alta, cuando íbamos al centro para algún tipo de gestión o para acudir al médico, siempre decíamos que bajábamos a Santander, como si aquellas alturas que nos albergaban fueran aún una continuación de los pueblos de donde venían nuestros padres, y a los que nosotros regresábamos todos los años para pasar los veranos.
En realidad El Alta era solamente una delimitación, una larga línea fronteriza con árboles en fila a ambos lados. Porque nosotros, de donde éramos de verdad era de la ladera norte; esa que daba la espalda a una ciudad inverosímil en la que nos adentrábamos rara vez y únicamente para cosas serias y de mayores. Solamente hacíamos una salvedad, cruzando el callejón de la mona, para ir a cambiar tebeos al quiosco de Benjamín o para conquistar de cuando en cuando las habitualmente vedadas pistas deportivas del Colegio de La Salle. Para qué nos íbamos a alejar más.
La ladera norte adonde miraba de verdad era a ese mar de los pobres de entonces que seguimos llamando La Maruca. Allí con el buen tiempo y cuando aún era un lugar tierno y salvaje, nos dirigíamos todos los del barrio, familias enteras en procesión pertrechadas con sombrillas, sillas de playa y neveras portátiles a pasar buenamente los días de asueto y sus canículas.
El Alta era una arteria larga que, en nuestro lado, estaba repleta de barrios repetidos como si todos, en aquellos edificios tan iguales de ladrillo y hormigón, fuéramos siameses. Por allí, por aquella carretera, pasaban algunos vehículos atufando a los plátanos y a los viandantes que deambulaban en los atardeceres. Alguna vez veíamos pasar una vuelta ciclista, como aquella en la que, en uno de mis primeros recuerdos infantiles, una moto del séquito atropelló a un niño imprudente que a veces jugaba conmigo. También pasaba por delante todos los días, desfilando, la tropa del cuartel camino de la Virgen del Mar y vuelta. Y nosotros nos asomábamos a las aceras por ver a nuestros hermanos mayores o a nuestros primos, marciales y uniformes. Supongo que tan marciales y uniformes como aquellos otros que pasaron por allí mucho tiempo antes de que naciéramos y a los que, parece ser, mandaba un general que tenía el nombre que la oficialidad se empeñaba en poner a nuestra calle que, como todo el mundo sabía por aquellos contornos, solamente tenía un nombre verdadero. El Alta. Sin más.