Cuando aquí
nos debatíamos
entre gavilanes
y palomas
o entre truhanes
que se creían señores,
al fondo estaba,
para nuestra fortuna,
John Mayall.
nos debatíamos
entre gavilanes
y palomas
o entre truhanes
que se creían señores,
al fondo estaba,
para nuestra fortuna,
John Mayall.
Eran los tiempos de aquello que se dio en llamar “nueva sentimentalidad”,
o también, con más arraigo, “poesía de la experiencia”. Allí, en la nómina de
sus promotores aparecía, no sé si voluntariamente o no, este vasco con pinta de
grandullón que, según decían, se había iniciado al lado de gente de reconocida
solvencia poética como Bernardo Atxaga o Joseba Sarrionandia. Ahora mismo tengo
dudas sobre la razón, ingenua, con total seguridad, por la que me enganchó la
poesía de alguien al que yo le otorgaba una supuesta relevancia indómita.
Evidentemente me equivoqué. Al menos en parte. Si el término
“indómito” (que no puede ser domado) tiene cierta familiaridad con la expresión
“tirarse al monte”, entonces, en su deriva personal y política, es lo más
destacable de alguien, y no es el único, que recorre con alegría y dádivas
recibidas en su alforja todo el arco ideológico.
Decía que no es el único que ha circulado por esa vía
denigrante, pero desde luego ninguno, al menos que yo sepa, lo ha hecho con su clamorosa
mala baba. Llamar “perrillas” a unas ministras del gobierno o, en su defecto a
cualquier mujer, es, además de ruin y
propio de machirulos, una más de las malas formas que va acuñando en su peregrinaje
y en su insania.
El que esto escribe ya sabe “por experiencia” que, en eso de
la poesía, como en cualquier otro orden de la vida probablemente, no siempre
acompaña el don de ser buena gente con la facultad brillante de la escritura,
pero aún tiene la capacidad de preferir el primero de los talentos enumerados,
y también de indignarse cuando el uno no acompaña al otro. Así que se va a
permitir terminar con unos pocos versos del poema “Arrieros somos”, escrito por
el montaraz protagonista de este texto cuando aún no se le notaba tanto. No
merece más:
Oráculo
invocado, respondía:
Un poco más y
ya no la verás,
pues cada cual
tendrá su merecido
y tú bien merecido
lo tendrás.
Tras la difusión de los resultados de las elecciones
europeas en España he comenzado a advertir diversas publicaciones de unos y de
otros, en las cuales los partidos y coaliciones más relevantes situados en lo
que se ha dado en llamar la izquierda a la izquierda de los socialdemócratas se
tiran los trastos a la cabeza sin contemplaciones, en un alarde de resentimiento
que debiera tener, sin duda, destinos más útiles y oportunos.
Tal vez sean más aquellas que proclaman la necesidad de
aprendizaje de los errores para no volver a repetirlos, pero aquellas a las que
me he referido en primer lugar son tan estentóreas y sonrojantes que se añaden
como parásitos a todas las que nos tiene acostumbrada esta nueva y
miserable política de insultos y mamporrazos.
Particularmente me ha provocado malestar hasta el vómito un
libelo con el que he tenido la mala suerte de tropezar, firmado por un tal
Willy Veleta (y pongo su nombre aun a riesgo de que alguien tenga la tentación
de buscar en el universo digital semejante bodrio), en el que pone a caldo
infecto a muchos de aquellos con los que irremediablemente los teóricamente
suyos van a encontrarse en innumerables concentraciones y manifestaciones para
defender los mismos objetivos, en el afán de conseguir ese mantra sobado de “mejorar la
vida de la gente”; frase que se pronuncia tantas veces que poco a poco y
desgraciadamente va perdiendo su verdadero significado.
No hay mucho más que decir cuando las espadas están en alto
y la espiral lleva a que cada cual se refugie en su propio caparazón de rencor
e incapacidad de reconocimiento de errores propios, como si estuviéramos hablando de
hinchas futboleros o de "barras bravas". Pero que quede claro que, salvo milagro o
inteligencia, lo que espera al final del camino es la irrelevancia del caracol.
Ni los unos suman ni los otros pueden.