Mi madre nació en 1936. La guerra había empezado justo tres meses antes. Nunca me explicó si para entonces mi abuelo ya se había ido a defender el Frente Norte. Tampoco sé por qué fue. Si obligado por las circunstancias y, en su caso, por el gobierno legal de la República, como fueron tantos en uno u otro bando, o si había ciertamente una conciencia ideológica o leal que le hizo marchar.
La única vez que conseguí hablar con él al respecto no se extendió mucho. Era el comienzo de la Transición y había vuelto la democracia, pero los de mi edad apenas teníamos noción de lo que era y ellos habían olvidado prácticamente para qué servía.
El caso es que no conseguí
arrancarle datos concretos, más por mi inexperiencia y desconocimiento que por
su falta de interés. Ni dónde había estado, ni en qué batallón, ni cuándo había
caído prisionero. Solamente se extendió un poco más para decirme con muchísima
ironía que no pensara que yo había sido el primero de la familia en ir a la
universidad. Que él había estado antes.
Así me enteré de que su primer
destino como preso de la dictadura había sido el campo de concentración que se
habilitó en Vizcaya, tras los muros de la Universidad de Deusto. Y nada más.
Nada más. El resto de las pocas cosas que a lo largo del tiempo conseguí
averiguar se lo debo a mi madre.
Ella me contó, sin
especificar, que en su periplo carcelario como prisionero de guerra el abuelo
vagó por otros lugares.
La carta, esa carta que aparece entre los papeles de mi madre cuando ella fallece, al menos indica dos más.
Pero antes de continuar, vamos
a detenernos por un momento en esa carta, verdadera protagonista de este
tortuoso ejercicio de memoria.
El encabezamiento de la misma
es un membrete, elegante y de enormes proporciones (ocupa casi la mitad de la
cuartilla), de una fábrica y comercio de muebles con oficinas y almacenes en
distintas poblaciones de la cuenca minera de Asturias (La Felguera, Sama de
Langreo y Mieres). También aparece el nombre del propietario de la fábrica que
es, a su vez, el firmante de la carta: Arturo Ezama. Hago una búsqueda en
Internet y compruebo con cierta sorpresa que esa empresa de muebles sigue
existiendo. Incluso publicita su antigüedad en el ramo (130 años en el mundo
del mueble).
Más abajo figura la fecha de
envío: 5 de abril de 1938. Y tampoco podía faltar en tiempo de guerra la
referencia al comienzo de la misma con aires victoriosos: 2º año triunfal. Para
entonces ya había caído todo el Frente Norte y la contienda continuaba por
otras latitudes de la península.
A la misma altura que la fecha aparece estampada con típica tinta azul la efigie de Francisco Franco con gorro cuartelero (denominado de forma castiza como chapiri), que se haría usual durante una época en todo tipo de documentos, e incluso en fachadas de edificios, como antecedente sempiterno de su presencia en la vida de este país durante decenas de años.
A este respecto contaba mi madre que ella recordaba perfectamente el día en que fue bautizada. Tendría más o menos cinco o seis años, caminaba sola, y con cara de asco le dijo alguna inconveniencia al cura cuando, dentro del ritual, este le puso sal en los labios. Todo ello debido a que su madre, mi abuela, se negó a que se bautizara a la primogénita antes de que su marido volviera de la guerra. Esto, calculando, debió producirse hacia 1941 o 1942. Para entonces mi abuelo sumaba al tiempo en el frente, el de su peregrinación por campos de concentración y batallones de trabajo más el tiempo de lo que se dio por llamar “la mili de Franco”, que afectó a muchos soldados republicanos y que solía durar aproximadamente tres años.
Pero, volvamos a la carta. En la localidad de Castropol, que se menciona en la misma, existió desde agosto de 1937 hasta febrero de 1943 un campo de concentración formado por barracones a la orilla del mar, el de Arnao, que en su primera fase albergó como prisioneros a soldados de la República y posteriormente a familiares, enlaces y colaboradores de la guerrilla. Es muy probable, por tanto, que en el periplo del soldado Ángel Haya Haya el campo de Arnao fuera una de sus estaciones, al menos hasta fechas anteriores al 17 de marzo de 1938, tal como se desprende de la carta que el señor Arturo Ezama le envía desde La Felguera. Su siguiente destino fue, siguiendo con la misiva, algún lugar indeterminado de la ciudad o de la provincia de Orense. Del mismo modo que, siguiendo con las cavilaciones, antes del campo de Arnao pudo encontrarse detenido de forma transitoria en algún espacio habilitado dentro del área de influencia de La Felguera o de Sama de Langreo, donde pudo conocer quizá a la familia Ezama.
Del contenido de la carta es posible extraer rasgos de la naturaleza educada y amable de Arturo Ezama pero es difícil, desde el muro insalvable del tiempo pasado, llegar más allá y muchas preguntas, demasiadas, se quedan en el aire. ¿Cómo se conocieron? ¿Qué tipo de relación se entabló con la familia Ezama para que el remitente le enviara a mi abuelo recuerdos de su esposa y de los niños? ¿Quién era Roque, el compañero de mi abuelo, y qué fue de él? ¿Era posible que en tiempos de guerra se pudiera establecer algún tipo de relación amistosa entre un prisionero combatiente de la República y una familia perteneciente, presumiblemente, a la burguesía asturiana? ¿Estaremos en nuestras conjeturas completamente desencaminados?
Una de las historias que mi
madre me contaba en mi adolescencia era que mi abuelo, estando preso en algún
lugar, desde una ventana veía pasar todos los días a una chiquilla camino de la
escuela o de su casa y que en una de esas ocasiones se animó a tirar un
papelito, una especie de S.O.S., dando su nombre y el de un compañero y
solicitando ayuda, algún tipo de provisión que les permitiera sobrellevar de
mejor manera la carente alimentación a la que se encontraban sometidos. En el
cuento, la niña recogió el mensaje y a partir de unos días después, alguien les
hizo llegar de forma reiterada una cantidad suficiente de víveres como para
subsistir en aquellos días con cierta largueza.
He de reconocer que a mí, entonces y durante mucho tiempo después, esta narración me sonaba a fábula, a romance de caballeros o de princesas atrapadas en una torre por un ogro o por un padre en exceso celoso. Patrañas de un Segismundo soñador.
También me hablaba mi madre, quizá otra leyenda, del miedo que, según le contaba, atenazaba a mi abuelo en aquellos lugares de amargura y soledad cuando en muchas jornadas, casi siempre al anochecer, llamaban a voz en grito a algunos de sus compañeros de encierro. Gente que salía misteriosamente, y sin apenas despedida, por la puerta de las celdas para no volver.
Hoy, ninguno de los que me
transmitieron lo relatado, ni mi abuelo ni mi madre, que de algún modo fue mi
memoria de las cosas no vividas, están entre nosotros. Son el humo de la
Historia. Y, por tanto, mi memoria es ya solamente este retazo viejo de papel
que habla, entre líneas, de unos tiempos que únicamente supongo. Tiempos de
desdicha y de fatigas que tal como acostumbraba a decir él, con muchísima sorna
en algunas ocasiones, podían ser verdad y no haber ocurrido.
La carta parece describir un pedido que no ha llegado; pero tras esa formalidad de oficina rezuma personas que se quieren y sufren. Independientemente de lo que explicas, emociona.
ResponderEliminarSí, supongo que sería difícil sustraerse a la jerga comercial (y así parece empezar) pero creo que el pedido que no llega, en este caso, es el de la paz para un país torturado. Todavía faltaba un año para que llegara la paz de los muertos de la que hablaba el poeta Ángel González.
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