Cada día desaparecen en España
dos librerías. Si fueran bares no importaría, porque hay cerca de un millón,
pero las librerías no llegan a 5.000, con lo que, al ritmo al que vamos, en 10
años habrán desaparecido todas. Ya ha ocurrido, de hecho, en ciudades como El
Ejido, que con 100.000 habitantes no tiene una sola librería abierta.
A estas alturas de la columna
muchos lectores habrán dejado de leerla convencidos de que no va con ellos, ya
que compran los libros en Amazon o se los descargan directamente de Internet,
pero yo les pediría un poco más de paciencia aunque solamente sea por
consideración a unos establecimientos en los que durante siglos y todavía hoy
hemos hallado refugio al igual que en los bares y en los cafés, que también
están desapareciendo para nuestra desgracia. Últimamente, parece que todo lo
que no sea moderno, entendiendo por moderno todo aquello que nos aleje de los
demás, está condenado a desaparecer.
Las librerías son, pues, sólo
unas damnificadas más de un mundo que es cada vez más virtual y menos tangible
y que considera el contacto humano anticuado y una pérdida de tiempo; un mundo
que prefiere la irrealidad del ordenador y la soledad de los no lugares, ya
sean grandes superficies, supermercados con dependientes autómatas, estaciones
de servicio en las que ni siquiera hay vigilante ya o cafeterías self-service,
al comercio de siempre y al empleado de carne y hueso, ya sea éste camarero,
farmacéutico, tendero o dueño de librería. En el caso de los libreros, además,
su oficio lucha contra otro mito de la modernidad virtual, que es el de que el
papel se acaba.
Será que uno está acabado también
o que se niega a aceptar una forma de vida que hace de la deshumanización su
norma, lo cierto es que cada vez más reivindico lo real, entendiendo por real
lo que se puede tocar, da igual que sean cosas o personas. Si se trata de
cosas, prefiero que tengan peso, que sepan y huelan a algo, y si de personas
que uno las pueda reconocer y nombrar, hablar con ellas y hasta hacerse amigo.
Y eso, nos guste o no, es inviable pretender hacerlo con la cajera de la
estación de servicio, de la cafetería self-service o de las plataformas
logísticas con millones de libros apilados que te sirven por correo sin
necesidad de contacto humano ninguno. Yo me resisto a ello y, por eso, cuando
alguien se sorprende o me afea mi conducta por no tener blog ni cuenta de
Twitter ni pertenecer a ninguna red social de esas en las que haces miles de amigos
virtuales, ninguno de los cuales acudiría a tu entierro, contesto que soy más
de bares. Y de librerías.
Julio Llamazares
El País. 07-09-2015
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