Acabé de leer este libro de Julio Llamazares, “El viaje de mi padre”, hace unos pocos días en La Mata de la Bérbula, que es el mismo lugar en el que leí hace cuarenta años “Luna de lobos”, su primera novela.
Que también es justo donde empieza y donde termina esta
última.
Y la llamo novela a propósito, aunque sé que más bien y estrictamente,
debería considerarse un libro de viajes.
¿Pero qué es el Quijote, la novela de las novelas, sino un
grandísimo libro de viajes?
¿Y qué decir de los protagonistas de esta historia, Nemesio y
Saturnino, Saturnino y Nemesio, dos quijotes o dos sanchos, indistintamente,
que como Alonso Quijano acaban conociendo el mar, asomados al Mediterráneo? Protagonistas
a su pesar de un viaje que no desean y en unas circunstancias que les aterran.
Porque estamos hablando de la Guerra Civil, ese episodio de
nuestra Historia que aún hoy, pasados casi 90 años desde su inicio, marca
definitivamente nuestro proceder como país y nuestras derivas.
“El viaje de mi padre” es un corolario dentro de la narrativa
de Julio Llamazares porque toca tres de las cuestiones por las que más se le
identifica, como son la memoria, los viajes y el abandono de la España rural.
Pero, además, “El viaje de mi padre”, en realidad son dos
viajes, que a lo largo de las páginas del libro se van ensamblando y disociando
como en un extraño juego de espejos y que nos van a ir mostrando la verdad de
dos Españas, que tal vez no sean las del poeta Antonio Machado, pero que, de
igual modo, nos pueden dejar helado el corazón.
El primero de ellos, el que justifica el libro, es el viaje
de dos jóvenes que aún no han cumplido la mayoría de edad, integrados como
radiotelegrafistas en uno de los dos ejércitos contendientes, a una de las más
cruentas batallas de la guerra, la de Teruel, en el invierno entre 1937 y 1938.
El segundo viaje es el del narrador. Es, sin duda, un
homenaje hacia su padre, pero también a todos los hombres y mujeres, de un
bando u otro, que perdieron esa guerra. Pero no solo. Es además y sobre todo un
viaje hacia la memoria. El propio autor se lamenta en diferentes partes del
libro de no haber escuchado a su padre con la atención precisa cuando debía
haberlo hecho. Algo que, por otra parte, nos ocurre a la mayoría.
De ahí que nuestra memoria, deudora de silencios, esa que
anhelamos recuperar, se haya ido cosiendo, como la del narrador, con hilvanes
de verdades y de conjeturas.
Como si de pronto Telémaco se pusiera a contar el viaje de su
padre, Odiseo, a la Guerra de Troya, Julio Llamazares va a debatirse en esa
niebla existente entre ambos extremos, la verdad y la conjetura, a lo largo de
todo el libro. Y de ello nos hará partícipes a todos sus lectores para que, al
final, con dudas o sin ellas o envueltos en el misterio, y en una muestra de
verdadera memoria colectiva, en las estribaciones de la Collada, de Peña Negra
y de Peña Morquera, a las afueras de La Matica, en lo que fue el límite del
Frente Norte, cada uno de los lectores del libro podamos decir también…
… “Fui y volví”.
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