No me he parado a mirar a qué presidente norteamericano se le atribuye la frase de "es un hijoputa, pero es nuestro hijoputa" refiriéndose al dictador nicaragüense Anastasio Somoza, pero la historia se repite como el ajo.
Los encargados del gobierno norteamericano, que siempre han sido unos pragmáticos (aparte de otras cosas), han concluido por fin que Bashar al Asad, el presidente de Siria, será un dictador, pero puede ser de nuevo su dictador. Después de una ingente cifra de muertos y de damnificados, a los que por desgracia en mis pesadillas pongo rostro, entre la población de Siria, por una guerra miserable y cruelmente artificial (aunque todas lo son), ahora los estadounidenses se han dado cuenta, en una nueva ocasión, de que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. Dejan en la cuneta, oreandose, a los muertos y a los heridos, a los desplazados y a los refugiados. Dejan en la cuneta a la extraña oposición democrática a la que tanto alentaron, y se centran en los malos, malos, pero malos de verdad: Esos barbudos del Estado Islámico, que nacieron y crecieron en el revoltijo bélico y turbulento que ha creado tanto país democrático de pedigrí, con Estados Unidos e Israel a la cabeza y con Europa de comparsa, como siempre.
Total: que, como tantas otras veces en tiempos pasados, han llegado a la conclusión de que, por mucho que se les haya ido la mano, más vale pactar lo que haga falta con dictadores reconvertidos por arte de magia en gente de orden, que vérselas a la brava con esos bueyes almizcleros que van cortando cabezas a diestro y a siniestro mientras se leen un versiculito por aquí y una sura por acullá. Tan panchos, los cabrones. Los unos, los otros y los de más alá.
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