Hace bastantes años el Museo de
Arte Moderno de Santander me pidió que "alucinara" con un cuadro de
sus colecciones y me apeteció alucinar con un paisaje de mi pueblo
perteneciente al artista Gerardo de Alvear. La cuestión fue un poco complicada,
parece ser, porque esta pintura yo la recordaba de una visita que hice de niño
al museo pero, en las fechas en las que había de celebrarse la alucinación (año
2005), este cuadro ya no se encontraba en el recinto del museo, sino en el
despacho del alcalde de la ciudad. Total, que mi alucinación hubo de hacerse
ante una reproducción del cuadro y no ante el cuadro original. No sé qué les
hubiera costado...
Bueno, que
tampoco sé la razón por la que ahora me acuerdo de todo esto. Supongo que se
tratará de algún arrebato de nostalgia. La infancia recobrada y todo eso.
Aquí va la
alucinación:
Paisaje de Escalante
Desde luego, el
hombre que mira el cuadro ha tenido ya, en sus suficientes años, la oportunidad
de observar otros paisajes. Ha transitado por sendas impensables. Se ha asomado
al vacío. Ha mirado en los ojos de otros. Ha leído en las enigmáticas líneas de
muchos horizontes. Y ha sentido vértigo. Pero sobre todo, se ha sentido desnudo
y frágil en la inmensidad insondable de las historias de los hombres. Por eso,
el hombre que ahora mira el cuadro, viendo un paraje ciertamente familiar,
siente que le falta algo, algún detalle que no parte del sentimiento ni de la
mano que un día sostuvo el pincel y aplicó los colores cercanos de la bruma y
de la melancolía.
El espectador
intuye que es en su destino errático donde se encuentra la llave, ese no
amoldarse a su pesar a ningún lugar, a ningún espacio. Y por ello se reconoce
inquieto ante las claves de su origen que, sin saberlo, un pintor en un tiempo
lejano dejó impresas en la tela.
El hombre que mira
el cuadro piensa que su tierra en él es fría y silenciosa. Pero, tal vez, esa
percepción tan subjetiva tenga que ver con su estado de ánimo. También cree que
a todo paisaje le falta la vida si no están sus habitantes. No obstante, de
nuevo debe exculpar de su propia negligencia al autor de la obra, puesto que es
necesario admitir que su tierra, aún fría y silenciosa, ha sido retratada a la
manera ideal y con la delicadeza de un nuevo Brigadoon, que puede desaparecer
para siempre al mínimo descuido.
Quizá atravesado
por ese miedo, el hombre que mira el cuadro se esfuerza en estos momentos en
adivinar todo lo que hay en su interior. O quizá el desasosiego y ese deseo
imposible de ni siquiera parpadear se deban al temor de perder para siempre las
raíces en medio de un sueño o de un recuerdo.
Sea por lo que
sea, aunque sin querer, el hombre parado frente al cuadro, acaba por recordar y
se imagina, mucho más joven, casi un niño, apoyándose en una vetusta bicicleta
azul y contemplando la misma imagen, tan real, casi desde el mismo ángulo que
el pintor años atrás.
Ve a lo lejos
Montehano, esa singular elevación cónica que se aprecia a la izquierda, y que
en su recuerdo ya tiene las cicatrices de la cantera fruto de la voluntad de
los hombres. También el monte sigue guardando aquellos nidos de ametralladoras
que debieron flanquear mucho antes una controvertida retirada de “gudaris”
hacia Santoña. Montehano entre la niebla es un monte mágico (ya lo fue para los
romanos) que ha acompañado con el sigilo de los amantes fieles las vidas y las
muertes de la gente de este pueblo.
Al pie del monte
se encuentra la marisma. Ni a mar llega. Y por que no llega el mar, se hace
difícil entender en estos días que haya quién piense que antiguamente hubo aquí
unos astilleros que pudieran ver surgir a la Nao Santa María. Lo que
sí es cierto es que el hombre que mira el cuadro, cuando era niño, deambuló
mucho con su padre por estos lares con balsa hasta las rodillas, con un ojo
puesto en la búsqueda de cámbaros, almejas, ostras, chirlas y muergos, y el
otro en las orillas por si se veía venir algún coche de la Guardia Civil.
También en este mismo lugar supo por Paco el portugués, un vecino inflamado por
la nostalgia, que esas mismas almejas que atrapaba escarbando el fondo con un
rastrillo y un cesto, y el agua hasta el pecho, eran en su tierra gordas como
puños. Y que las codornices que a veces se soltaban por los prados del
pueblo para disfrute de cazadores, eran en Portugal, cuando se echaban a volar,
como una nube que tapaba el cielo. El niño, ya para entonces bastante
incrédulo, no por eso dejó de apuntar en su memoria que aquel del que hablaba
Paco, su tierra abandonada por quién sabe qué razones, era un buen destino como
inicio para quien quisiera emprender el vuelo, al igual que las
codornices.
El hombre
que en su memoria es todavía un niño apoyado en su bicicleta, de pronto
advierte que en el cuadro, delante de la Iglesia, no está pintado el cementerio. Y ese
lugar es, sin duda, un elemento imprescindible en esta fantasía, en este
regreso. Pues es ahí donde reposan sus ancestros, aunque tenga la esperanza
también de que ese espacio robado al sueño no aguarde todavía por él.
Cualquiera sabe el derrotero de su pobre humanidad. A veces ha paseado por ese
camposanto olvidado sin ánimo malsano. Solamente por el placer de la soledad.
Allí se encuentra
su abuelo paterno, que murió un mes de agosto en plenos festejos patronales
mientras afuera, a escasos metros, sonaba la música dicharachera de los
caballitos. Su abuelo que volvió de Cuba casado con su abuela, un montón de
libros y una maleta de madera con herramientas de carpintero. Un abuelo que
apenas conoció, salvo por las pequeñas notas que fue sembrando por las páginas
de aquellos libros, sin intuir siquiera la recolección que su nieto, adornado
por la misma afición a la lectura, habría de realizar muchos años después.
En ese mismo
cementerio descansa su otro abuelo, que al igual, pero al contrario, que en los
versos de León Felipe, éste perdiera una batalla. ¡Que pena!. Un abuelo que,
según decía con abundante sorna, fue el primero de la familia en entrar en la Universidad, cuestión
plausible y de harto mérito para un humilde labrador si no fuera porque pasó
una buena temporada prisionero en la Universidad de Deusto cuando cayó el Frente del
Norte en la Guerra
Civil.
Muy cerca de estos
abuelos se encuentran sus esposas, las abuelas, mujeres fuertes y estranguladas
por ese tiempo tan mohíno y tan gris que tocó vivir, y del que el hombre que
mira el cuadro, a pesar de añoranzas y de nostalgias pasajeras, se arrepiente
la mayoría de las veces, pues no en vano su infancia transcurrió dentro de esa
niebla mefítica que alardeaba de la mediocridad reinante y que señalaba con
dedo acusador mientras ordenaba lo que se debía pensar y lo que era necesario
no decir.
Por eso el hombre
vuelve a ser niño por un momento, solamente por un momento, para rememorar las
burlas del hijo del cabo de la
Guardia Civil, virrey en la plaza del pueblo con su guerrera
verde y su tripa gorda. El hijo del cabo, enseñado a despreciar todo lo
desconocido, disciplinado en la arrogancia del poder beodo, entronizado por
otros muchachos del pueblo que, acunados por el miedo, eran los cantantes de
aquel coro de bufones empeñado en herir a un niño de ciudad que regresaba todos
los veranos al pueblo de sus padres.
El hombre que mira
el cuadro solamente recuerda un momento de triunfo infantil, pero que le sirve
para sonreír, cuando aquella pandilla de brutos retadores, saliendo del ámbito
de la fuerza física, decidieron que puesto que eran más fuertes también
sabían más que él. Por eso recuerda con satisfacción la cara de todos cuando
sacó a relucir el nombre de dos afluentes del río Ebro, que sonaban a chino
mandarín en medio de aquella plaza. Vivan por tanto, para este hombre maduro
ya, por los siglos de los siglos, el Noguera Ribagorzana y el Noguera
Pallaresa.
El hombre, que aún
continúa mirando el cuadro, aunque percibe íntimamente que ya va siendo hora de
correr la cortina y regresar a otros paisajes, sigue pensando que hay en él un
panorama familiar y desconocido a la vez, y piensa con desconfianza que una
alucinación como la que le han solicitado, y a la que se ha entregado demasiado
descuidadamente, cuando no es una imperceptible visión del pasado, es, tal vez,
un indeseable recuerdo de lo que vendrá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario