Es tarde, medianoche pasada. Tengo veinticinco años. Mi tío Saman está sentado frente a mí, junto a mi madre. No deja de hablar. Nunca se había mostrado tan parlanchín. Ha bebido un poco. Se le suelta la lengua. Es la primera vez que rememora la cárcel.
Pasé ocho años en una de las peores cárceles del mundo. Allí me dejé el pelo, los dientes y la juventud. Bebe un sorbo de cerveza.
El primer año compartía celda con un gran periodista muy comprometido, cuyos artículos eran famosos en los círculos intelectuales iraníes. Me enorgullecía compartir celda con él. Pero ese ilustre resistente tenía una manía de lo más rara: cada mañana miraba los mismos dibujos animados en la televisión. Los dibujos animados no eran nada del otro mundo; me parecían tan banales como la mayoría. Cada mañana los miraba con una constancia y una concentración imperturbables. Seguía todos los episodios, por nada del mundo se hubiera perdido ni un minuto de las aventuras de la pequeña Nushabeh, que era el nombre de los dibujos animados.
Un día no pude aguantar más y le pregunté por qué los miraba a diario. Me sorprendía que un periodista como él, célebre, reconocido, comprometido y encarcelado por sus ideas políticas, pudiera encontrarles algún interés a esos estúpidos dibujos animados: la verdad es que me preocupaba por él, pues pensaba que esa obsesión era una forma de regresión.
El hombre levantó la cabeza y me clavó la mirada. Sonrió.
Me contestó despacio:
-Esos dibujos animados no son estúpidos ni estoy experimentando ninguna regresión, no sufras. ¿Conoces el personaje de Nushabeh? Pues la botellita que habla con esos dibujos animados es la voz de mi mujer.
-¿La voz de tu mujer?
-Es su trabajo, es dobladora. Ella le pone la voz a ese personaje y yo la escucho todas las mañanas.
Regresé a mi celda y apunté "Nushabeh" en mi cuaderno para no olvidarme jamás.
Marx y la muñeca.
Maryam Madjidi
Minúscula.
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