Hace nueve años la ciudad de Tombuctú era un destino difícil dentro de Malí debido a la lejanía y a los complicados medios de comunicación. En nuestro caso, para llegar hubo que navegar por el río Níger, el gran río, durante dos días y tres noches en un viejo cascarón que recordaba a los barcos del Mississippi de las novelas de Mark Twain. El regreso a través del desierto fue aún más antológico, custodiados por militares armados que nos protegían de los posibles asaltos de bandidos touaregs, que por entonces eran más o menos frecuentes.
Como en toda ciudad mítica la realidad una vez allí era más bien prosaica pero, para un viajero literario como es el caso, el arrepentimiento no existe. De hecho daría algo bueno por volver.
Por eso, cuando ahora escucho que las autoridades desaconsejan a los viajeros aproximarse a Tombuctú y a Gao por la actividad de Al Qaeda en la zona siento una profunda pena. El peligro de entonces se ha convertido por comparación en un juego de niños, y ahora lo difícil se vuelve imposible. Parece como si el viento del desierto, el harmattan, envuelto en la estupidez humana borrara cualquier huella que nos pudiera acercar al corazón de las leyendas.
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