A la resistencia
Un día, bien temprano, apareció una brizna de hierba en un resquicio entre el cemento y una baldosa. A la mañana siguiente brotó más hierba, lentamente, como suceden las cosas en la naturaleza cuando tienen intención de perdurar. Más tarde, una planta rastrera comenzó a tomar posiciones. Transcurridas varias jornadas, las aceras, sin tránsito de peatones, se parecían cada vez más a un tímido jardín japonés.
Un día, bien temprano, apareció una brizna de hierba en un resquicio entre el cemento y una baldosa. A la mañana siguiente brotó más hierba, lentamente, como suceden las cosas en la naturaleza cuando tienen intención de perdurar. Más tarde, una planta rastrera comenzó a tomar posiciones. Transcurridas varias jornadas, las aceras, sin tránsito de peatones, se parecían cada vez más a un tímido jardín japonés.
Luego a consecuencia de unas cuantas
suradas, tan típicas del lugar, empezaron a estropearse las luces de las
farolas; y algunas de ellas comenzaron a doblar la cerviz por la fuerza del
viento imparable. Varias semanas después, cuando le dio por llover, todos los
fanales dormían acostados el sueño de los justos. Y fue justo en ese momento
cuando a sus superficies metálicas comenzó a nacerles una hermosa piel de
musgo. A todo esto, el césped siguió creciendo. Y junto al verde, abrieron sus
corolas flores con todos los pigmentos conocidos: lirios, anémonas, hortensias,
rododendros… Hasta la morada flor del azafrán, que nunca antes había sido
propia de aquel andurrial, nació junto a una señalización de prohibido circular
a más de cuarenta kilómetros por hora. Imposición inútil, por otra parte, dado
que por allí nadie transitaba desde hacía mucho, a no ser algún forastero
despistado.
Todo fue sucediendo muy poco a poco,
como ya dije antes; sin embargo, lo extraordinario, lo verdaderamente
extraordinario comenzó con los crujidos del asfalto. Como si entre el silencio
polar se escucharan los lamentos de los hielos.
A tal punto llegó el ruido que los
vecinos en varios kilómetros a la redonda perdieron el sueño. Y sin el sueño
fue creciendo la alarma. Y con la alarma, muchas fueron las llamadas de socorro
que comenzó a recibir el burgomaestre a cualquier hora del día y de la noche.
Con lo cual también empezó a perder el sueño que nunca hasta entonces había extraviado.
Para cuando quiso avisar a los operarios
y a los funcionarios, con el objeto de que tomaran cartas en el asunto y
resolvieran de una vez por todas aquel desbarajuste, de las grietas de la
calzada, tomada por la floresta, nacían unos troncos que crecían y crecían. Y
de los troncos salían unas ramas que intentaban robar el aire. Y el aire
agitaba las hojas que acababan entrelazándose con otras hojas bailando el vals
de los bosques renacidos.
Y allá al
fondo, en el roble más alto, una ardilla curiosa contemplaba bajo sus patas el
rítmico y sosegado baile de las copas de los árboles.
una pena que tu tiempo sea el geológico
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