Luis
Sepúlveda y el comienzo de la
Historia
Supe
por primera vez de Luis Sepúlveda hace bastantes años gracias a su libro “Mundo
del fin del mundo”, cuando, en realidad, para el joven que yo era, casi todo
comienza y todo está al principio del camino. Era uno de esos libros que
atrapan incluso antes de abordarlos, gracias a una portada en la que se
apreciaba la inmensa osamenta de una ballena tendida al sol. Luego, cuando te
adentrabas en él, tenía ese halo romántico y crepuscular que tanto me gustaba, pese
a narrar las navegaciones iniciáticas de un muchacho inexperto aunque con ojos
abiertos y expectantes. Un muchacho que, bien mirado, podría haber sido yo, que
ya llevaba desde mi adolescencia enredado en sueños de viajes entre piratas y
contrabandistas.
Mucho
tiempo después, cuando tuve la fortuna de recorrer la costa que se extiende desde
Punta Arenas hasta Puerto Hambre, no dejé de rememorar las páginas de aquel
libro a cada momento.
Luego,
porque estas cosas son así y en el mundo de los lectores irredentos funcionan
perfectamente los rumores y el boca a oreja, oí hablar de “Un viejo que leía
novelas de amor” en un lugar remoto de la selva ecuatoriana, en territorio de
los shuar, esa gente que conocemos mal y a los que peores lenguas llaman
jíbaros por un quítame allá esas cabezas reducidas.
Y
mientras escribo esta reseña me confieso atónito que fue poco después de leer el libro cuando viajé también allí.
En Gualaquiza no encontré a Antonio José Bolívar Proaño, protagonista de la
novela, tampoco cabezas humanas disecadas, pero sí que descubrí que en la
confluencia de dos ríos, cada uno de ellos mantiene sus propias tonalidades y
su propia alma.
A
partir de entonces las historias noveladas y las crónicas de Luis Sepúlveda se
han sucedido entre mis lecturas. Me veo devorando “Patagonia Express” entre El
Calafate y Río Gallegos. Me veo ensimismado con “La locura de Pinochet” en un
autobús que me llevaba de Calama a La Serena.
Me veo recordando a los personajes de “La sombra de lo que
fuimos” en una visita al centro de detención y tortura situado en Londres 38 de
Santiago de Chile. He disfrutado con la ternura del gato que enseñó a volar a
una gaviota. He sufrido con los sinsabores de Juan Belmonte, con mal nombre de
torero, que vuelve a ser protagonista de “El fin de la Historia”.
No
quiero revelar en esta pequeña semblanza las interioridades de este nuevo libro
de Luis Sepúlveda, porque eso sería como arrebatar a los posibles lectores la
ocasión de descubrir por sí mismos algunos episodios de la historia de Chile, o
más bien de los chilenos, que no suelen aparecer en los libros de Historia: el
sufrimiento de las víctimas, el dolor del exilio, la extrañeza del regreso.
Cosas por otra parte que tan familiares son
también para este país hermano en el que vivimos.
Baste
decir que “El Fin de la
Historia” es la vivida por hombres testigos de la maldad de
otros hombres. Una historia de la que intuimos que, en realidad, no termina
nunca porque así es la voracidad del ser humano, pero también su generosidad.
Y
termino para no alargar en exceso este preámbulo.
No
sé si culparlo a él, a Luis Sepúlveda, pero he de confesar, si no lo he dejado
ya claro, que a partir de saber de él, como si un rastro de ballenas me hubiera
alcanzado desde las páginas del fin del mundo, cada vez que me he desplazado a
algún lugar siempre he viajado en pos de alguna historia con la mochila y la
cabeza llena de libros. Por eso mi entendimiento se niega a pensar que hay un
fin de la historia, sino que más bien, con cada uno de sus libros comienza el
cuento, la descripción pormenorizada y fiel de las sombras que nosotros, sus
lectores, alguna vez también fuimos.
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