42 años después en mi barrio se celebra el recuerdo. Los lugares eran pequeños y nosotros éramos grandes y teníamos todo por vivir.
Ciertamente
he llegado a la conclusión de que el tiempo es un invitado inoportuno,
olvidadizo y, a fuerza de ser sinceros, de bastante poco fiar.
Hace
dos años, cuando en la Asociación
Desmemoriados , con la que colaboro, me encomendaron escribir
un pequeño artículo sobre el cuarenta aniversario de la ocupación de la Escuela “11 de abril” para
su archivo y para ser publicado en el periódico digital “El diario.es”, tuve
que hacer como primer paso un esfuerzo de memoria que me permitiera desbrozar
de mis recuerdos lo que yo había vivido, de aquello que había escuchado y de lo
que en todo acontecimiento digno queda como recuerdo mitificado de unos hechos
reales que, sin duda alguna, deben suponer un orgullo para aquellos que los
presenciamos y los compartimos en el pasado, ya sea en algún tramo o en su
totalidad.
En
1977, año en que se tomaron los locales del constructor donde se ubicó la
escuela, yo tenía 16 años y una conciencia social y política todavía bastante
errabunda y diletante. Creo que era entonces, por ser magnánimo, un testigo
sorprendido, aunque entusiasta, de unos acontecimientos que aún no comprendía
enteramente pero que comenzaban a albergarse en mi mente y en mi corazón como
un ejemplo de lo que es posible alcanzar con la convicción y la decisión de un
grupo humano, por muy débil o pequeño que en un principio pueda sentirse.
Sin
embargo, incluso cuando hablo de lo que yo era entonces estoy hablando de
recuerdos más o menos fiables. Hace dos años, y cuando escribía el artículo que
mencionaba al inicio, llegó hasta mí una vieja película de aquellos días que
hasta entonces no había visto. Una película en la que estaban todos. Mis
vecinos se arremolinaban frente a la escuela recién estrenada mientras una
comitiva de policías y de funcionarios iba y venía de un lado a otro.
Y
de pronto, mientras repasaba las imágenes con una mezcla de tristeza,
satisfacción y nostalgia, para mi sorpresa también tropecé conmigo en aquel
lugar del pasado. Y digo sorpresa, porque yo no recordaba haber vivido en
persona aquel momento en el que la policía intentaba desalojar nuestra escuela.
Durante mucho tiempo había pensado que aquellas escenas yo las conocía porque
me las hubieran contado. Imaginaba que yo habría estado en clase o en alguna
otra ocupación. Pero no. Allí estaba, rodeado de mis amigos de entonces. Alguien
en aquel coro de indignación y esperanza, haciendo fuerza con nuestra sola y
silenciosa presencia para que se cumpliera una más en el proceso de decisiones
que los habitantes de un barrio humilde pero irredento como era el nuestro
habrían de llevar a cabo a lo largo de su historia.
Pero,
además, con aquella presencia comprendí, mientras contemplaba muchos años
después de que ocurriera a aquel baile de sombras sosteniéndose firmemente
contra lo injusto, que también había hecho algo importante para mi mismo, para
mi ulterior desarrollo personal; y que aquellas imágenes, junto con lo que hubo
antes y lo que vino después en nuestra hermosa historia comunal, eran los
cimientos sin duda de lo que todos nosotros, con imperfecciones y dudas
seguramente, hemos sido y hemos construido a lo largo de nuestra vida.
Hoy,
cuarenta y dos años después, vuelvo a mirar con cierta distancia, pero también
con cariño infinito, a aquel que yo fui, cuando aún era barro moldeable, y
pienso que ese crío casi imberbe, que entonces no sabía nada de mí ni de
aquello que el futuro me iba a deparar, es el artífice de mi vida, con sus
logros y sus deslices. Y que también él, junto con mis antiguos vecinos, aunque
algunos ya no estén, y los amigos que desde entonces a lo largo de este tiempo
común me han acompañado hasta aquí, no solo son mi suerte, sino también los que
aún ahora me sostienen.
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