Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

miércoles, 15 de mayo de 2019

Gavia

Hay dos actitudes que aprecio en un poeta y en un viajero. Y aún más en aquel que es ambas cosas a la vez.

La primera de ellas es el pudor irrefrenable, cuando es sincero, que impide autocalificarse como tal, como si la panoplia de lecturas que se poseen y la admiración por aquellos que consideramos auténticos poetas o auténticos viajeros abortaran con los años cualquier veleidad y cualquier plumaje de pavo real.

La otra tiene que ver con la proverbial tendencia al extrarradio. Es decir, esa lógica por la cual cuando eres forastero (y por alguna extraña razón, a pesar de tus desvelos, lo sueles ser siempre y en todo lugar) tus pasos y tu instinto te llevan a los espacios mágicos donde nunca, nunca, se acumulan las atracciones masivas que suelen congregar en cualquier ciudad a aquellos que, como si fueran el conejo blanco de Alicia, se trasladan con la prisa asfixiante de las agencias turísticas.

Si se conjugan adecuadamente ambas capacidades y añades a ellas el poso necesario que da el tiempo, tal vez en algún momento consigas hacer un extraordinario poema o, al menos, consigas una buena conversación con el paisanaje castizo de una taberna recóndita a la que, a buen seguro, nunca llegará la afiebrada marea de las bermudas y las cámaras de fotos. Mientras tanto, la alquimia de la prueba y el error hará que lo que escribas sea bueno, o al menos lo suficientemente bueno para que, siempre que tu ímpetu no sea trascender a parnaso alguno, estés satisfecho con lo conseguido.
¿Y acaso no es eso lo importante?

Pues bien, recientemente he tenido la ocasión de asistir a la presentación de un libro de poemas titulado “Gavia” (título ya de por sí suficientemente atractivo o que al menos parece promesa de una buena singladura para aquellos aquejados del mal del horizonte). El autor, Sergi Bellver, aunque aventajado viajero, a juzgar por el índice del libro, y ducho en otras letras, hace confesión de primerizo en eso de la poesía. Pero para ser sinceros, y al menos para mi gusto, la bisoñez en nada se le nota, pues es de suponer que a falta de experiencia poética, que a veces está muy sobrevalorada, le sobran lecturas, buen ojo para absorber lo que se vive y el sosiego de un hombre tranquilo.

 Los poemas de Gavia que hasta el momento he podido leer (lo siento, no he hecho caso al autor y he leído a saltos de mi propia experiencia viajera y no de principio a final como él recomienda) se atraviesan con el placer del viajero que regresa a aquellos lugares en los que alguna vez fue feliz y a los que, contradiciendo a algún cantautor de recia voz cascada, siempre debes volver.

A mí también me aguarda de nuevo en algún momento la Última Esperanza y, como hombre cabal, padezco sin remedio del Credo Leonés.



Credo Leonés

                                                  Para Luis Miguel Rabanal

Creo en León, reino sobrio y generoso, linde del cielo y de
la tierra. Creo en el libro del frío, en la memoria de la nieve,
en la casa roja y en el sepulcro en Tarquinia, que fueron
concebidos por obra y gracia de las minas de carbón y de las
fraguas, donde nacen todos los poetas y cuentistas de estos
lares. Creo en los bosques bercianos y en los cañaverales
coyantinos, por los que agoniza y resucita el sol padre. Creo en
el templo mozárabe que habrá de durar otros mil años en el 
Valle del Silencio. Creo en el silencio de Valdeón, Vegacervera
y Valdeteja, como creo en el de otros valles agazapados entre
las hoces de los ríos, refugio de sauces y cerezos por los siglos
de los siglos. Creo en los pecios de los pueblos en el fondo de
los pantanos, donde todavía suenan ahogadas las campanas de
sus espadañas. Creo en el mar leonés, en su oleaje de ramas y
espigas, en sus atalayas de ladrillo y en el faro de Sahagún, en
el que duerme el espíritu santo de un torrero escribidor. Creo
en la cigüeña que camina sobre las aguas de hierba  y sobre la 
espuma de las flores, como el hijo del carpintero en el mar
de Galilea. Creo en las iglesias de barro, en los palomares de
barro y en los hombres y las mujeres de barro que protegen las 
almas y los campos del olvido y la sequía. Creo en el perdón
a los niños que se avergüenzan de apalear a los perros y en la
lealtad de los arrieros humildes. Creo en la inversión cósmica 
del cocido maragato y en la desecación de la carne, así como 
creo en la liturgia del vino y en la tertulia eterna. Amén.

                                                                 Sergi Bellver

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