Corliss vivía sola. Suponía que era un cosa rara para una estudiante de segundo curso de diecinueve años, especialmente para una estudiante nativa americana que vivía de becas y la suerte y la caridad familiar, pero no podía soportar la idea de compartir su apartamento con otra persona. No quería vivir con otro indio porque comprendía a los indios demasiado bien. Si metía a un compañero de habitación indio, Corliss sabía que pronto metería al primo del compañero, a su hermano, a su medio tío, al perro que había perdido hacía mucho tiempo, y la única aportación que todos ellos harían al alquiler serían unas excusas ralas. Los indios estaban acostumbrados a compartir y lo llamaban tribalismo, pero Corliss sospechaba que era otra forma fallida de comunismo. Durante los dos últimos siglos, los indios habían aprendido a hacer cola para conseguir comida, amor, esperanza, sexo y sueños, pero no sabían separarse. Eran buenos haciendo cola pero no sabían si serían buenos en cualquier otra cosa. Por supuesto, todo tipo de gente se encargaba de confirmar los miedos y las inseguridades de los indios. Los indios no habían inventado la fila. Y George Armstrong Custer está vivito y coleando en el siglo XXI, pensó Corliss, aunque mata a los indios tirando grandes pilas de papeles oficiales sobre sus cráneos. Pero los indios se convertían a sí mismos en blancos fáciles para el aplastamiento burocrático del cráneo, ¿no? Lo indios cogían números y hacían fila para que les aplastaran el cráneo. Preferían morir de pie y juntos en una fila que vagar solos en el páramo. Los indios tenían pánico a estar solos, al exilio, pero Corliss siempre había soñado con la soledad. Como había compartido el hogar de su infancia con una madre india, un padre indio, siete hermanos indios, y un surtido aleatorio de primos, extraños y gorrones indios, apreciaba su soledad doméstica y la consideraba sagrada. Puede que viviera en un gulag académico, pero ella había elegido vivir así. [...]
Corliss tampoco quería vivir con un compañero blanco, independientemente de lo interesante que él o ella fuera a resultar. [...] Los blancos, al margen de lo listos que fueran, tenían una visión demasiado romántica de los indios. Los blancos miraban el Gran Cañón, las Cataratas del Niágara, la luna llena, a los bebés recién nacidos y a los indios con el mismo sentimentalismo bobalicón. Como era una india lista, Corliss siempre se había aprovechado de esta mirada romántica, pero eso no significaba que quisiera compartir la nevera con ella. Si los blancos asumían que era serena, espiritual y sabia sólo porque era una india, y creían que era especial gracias a esas suposiciones equivocadas, Corliss no veía ninguna razón para llevarles la contraria. El mundo es un lugar competitivo, y una chica india y pobre necesita todas las ventajas que pueda obtener. Así que si George W. Bush, un hombre que no poseía ninguna distinción excepcional, aparte de ser el hijo de un ex presidente de Estados Unidos, podía convertirse en presidente, Corliss imaginaba que ella podía sin duda beneficiarse de algunos estereotipos étnicos positivos sin sentirse culpable por ello. Durante cinco siglos, a los indios se les masacraba porque eran indios, de modo que si Corliss recibía de vez en cuando un café gratis de parte de la lesbiana ecologista indiófila local, ¿quién podía encontrar algo malo en eso? En el siglo XXI, cualquier india con un vocabulario decente ejercía un enorme poder social, pero solamente si era una estoica que apenas hablaba. Si vivía con una persona blanca, Corliss sabía que pronto la considerarían corriente, porque era corriente. Es difícil compartir el cuarto de baño con una india y conservar una idea romántica de ella. Si circulaba el rumor de que Corliss era corriente, incluso aburrida, podía perder su poder y su magia. Sabía que llegaría el día en que los blancos comprenderían por fin que los indios son tan infatigablemente aburridos, egoístas y malolientes como ellos, y que ese sería un día maravilloso para los derechos humanos, pero un día terrible para Corliss.
DIEZ PEQUEÑOS INDIOS
Sherman Alexie
XORDICA EDITORIAL.
ISBN: 978-84-96457-57-7