Cuenta mi madre que un día su
abuelo se fue a la feria de ganado de Orejo y, tras observar a los diferentes
animales y saludar a los paisanos y cerrar los tratos que le convinieron, se
encaminó a la fonda más cercana para comer.
Aquel día había sopa en el menú,
la típica sopa de fideo y caldo de gallina. No se sabe muy bien por qué pero el
abuelo de mi madre, tras animada conversación, apostó con otro comensal para
ver cual de los dos podía llegar a tener más ojos en la sopa, a razón de peseta
por ojo. Hay que decir que llamaban ojos a los círculos de grasa que se
formaban en la superficie del plato.
A continuación el abuelo tomó el recipiente con aceite que
había sobre la mesa y vertió una cantidad mínima sobre la sopa, formándose
inmediatamente un número incontable de pequeños ojos.
Su rival, ni corto ni perezoso,
alentado por un deseo irrefrenable de victoria, tomó el jarro y echó y echó
aceite sobre su sopa, Y tanto aceite echó que sobre la sopa apareció un único,
inmenso y solitario ojo.
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