Para J.R.
El
hombre sin zapatillas conoció a Scott en El Salvador. El Salvador es un país
pobre pero hermoso. Allí hubo una vez una guerra que fueron demasiadas guerras
a la vez. Y duró muchos años.
Cuando el hombre sin zapatillas conoció
a Scott las batallas se habían acabado, y en todos los pueblos del país quedaba
solamente lo que siempre queda cuando acaban las batallas. Por eso también era
un país muy pobre.
Scott había nacido en Norteamérica, que es un
país muy rico lleno de pobres. Por eso a Scott, cuando no le llamaban Scott,
todos le llamaban “el gringo”, que es una forma muy arraigada de distinguir a
los que llegan desde su tierra. De todos modos, Scott, puestos a elegir,
prefería que le llamaran por su nombre.
Scott tenía un perro, o más bien, tenía el privilegio y el placer
de que un perro lo acompañara en todas sus andanzas. Que Scott iba al colmado,
el perro se llegaba hasta la puerta; que iba a la pupusería de Doña Mari
porque, de pronto, le apetecían algunas de sus sabrosas pupusas rellenas de
queso o de frijoles, allí estaba el perrillo con su aire inocente mirando fijo
hacia el interior del establecimiento. Cuando el hombre salía, el perro movía
nerviosamente la cola, como si alejara con ello algún que otro presagio de
abandono instalado en sus inocentes neuronas de perro fiel y silencioso.
Con tanta persecución y tanta compañía, Scott
un día se dijo que el perro debía tener un nombre, que es una forma como otra
cualquiera de entrar en la familia y de coger confianza. Y entonces le puso
Capirucho.
No le debió molestar a Capirucho su nombre
recién estrenado, porque desde entonces, Capirucho por aquí, Capirucho por
allá, el perro atendía a las llamadas del hombre, y hasta los vecinos de la
aldea reconocían al pobre perrito ex-vagabundo por aquel apelativo tan
acertado.
Capirucho no tenía un pasado reconocible.
Había aparecido en la calle y Scott le había dado de comer distraídamente.
Luego el perro, acabada la pitanza, lo había seguido hasta acomodarse a la
sombra en el porche de la pequeña casa que ocupaba desde hacía unos meses.
Desde entonces, varios años atrás, el perro tenaz y el norteamericano se
convirtieron en dos sombras inseparables sobre las paredes encaladas del
villorrio.
Capirucho era un perro pequeño, tenía manchas
negras sobre el pelo blanco, o tal vez, manchas blancas sobre el pelo negro. La
vida no lo había tratado muy bien, pues lucía demasiadas cicatrices en la piel
para que alguien pudiera extraer de su aspecto general que por aquel montón de
huesos y pellejo habían pasado mejores tiempos.
Para Scott, una vez recuperado de su
extrañeza inicial ante aquella fidelidad tan extrema, la compañía de Capirucho
se hizo irremplazable. Cada uno cumplía con su deber en un tácito pacto de amistad.
Scott procuraba sustento al perro y el perro ahuyentaba la extranjera y
nostálgica, a veces, soledad de Scott.
Hay que decir que, de modo habitual, en El
Salvador, como en todos los lugares en los que planea con sus alas grises la
necesidad, los perros se alimentan solos, buscan despojos por aquí y por allá
con una ciencia no escrita que otorga el hambre. Por eso, para el vecindario no
dejaba de ser extremadamente curioso, cuando no abiertamente objeto de
escándalo, que Scott se acercara de vez en cuando al matadero para comprar
algunos huesos o algunos trozos de carne, que acababan inevitablemente, después
de una rápida y metódica deglución, en la panza de Capirucho. ¿Cuándo se había
visto eso en aquel pueblo? ¡Carne para un perro! Cuando el más común de los
mortales solamente veía la carne algún domingo o para la fiesta del Patrón.
Aquello era cosa de extranjeros, caprichos de gringo rico. Mientras tanto,
Scott y Capirucho, inmersos en su recién estrenada amistad, deambulaban ajenos
a las habladurías.
Pero una tarde aciaga a Capirucho lo
atropelló el auto del cura cuando pasaba por la carretera principal. Scott, en su
desolación, apenas alcanzaba a darse cuenta de que aquel animal tan maltrecho,
aquella sangrante bola de pelo, era su amigo Capirucho.
Capirucho murió en sus brazos mientras, como
sonámbulo, Scott lo trasladaba hasta la casa. Ni siquiera vio aquellos ojos
fijos en él, que lo miraban, como
intentando conservar su imagen para tiempos peores en algún hipotético paraíso
para perros.
Durante muchos días después, tras enterrar a
Capirucho, Scott no salió de casa, huérfano de su presencia. Le costaba pensar
en caminar por las calles sin el acostumbrado roce en sus piernas del lomo de
Capirucho. Scott estaba triste. Y la tristeza se adueñó, durante algún tiempo,
también de los rincones del vecindario. Cuando alguien preguntaba por el
infeliz norteamericano, los habitantes de la población, atribulados y
solidarios ante la muerte, pese a sus anteriores reticencias, solían responder:
No se le puede
molestar. Scott está de luto.
Aunque no sea para mi, gracias.
ResponderEliminarraquel
Desde el momento en el que Capirucho se asoma al borde de esta nube, también es para tí.
ResponderEliminarBesos.