No sé la razón por la que me vienen a la memoria los días en los que acompañábamos al abuelo en la procesión que
suponía llevar y traer a las vacas desde los prados a la cuadra o al bebedero.
Armados íbamos con nuestro palo de avellano como arma disuasoria contra unos animales para
los que, de puro nobles, era extraño cualquier desmande. A veces nos miraban
con sus ojos acuosos, en los que bailaban un vals las moscas, y luego proseguían el camino mientras meneaban el rabo espantador o dejaban caer una plasta al suelo,
que intentábamos evitar con esa aprensión tan tonta que, para general carcajada de
los chavales del pueblo, lucíamos los niños de ciudad.
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