Teníamos algo más de veinte años y, aunque no lo decíamos, creíamos que el mundo se acababa ahí, en ese lugar y en aquel tiempo. Hoy he vuelto tras demasiados años y el paisaje sigue siendo el de entonces. He reconocido la carretera por la que subíamos andando desde San Roque. He reconocido las cabañas en las que pernoctábamos, y también la senda invernal por la que al fin un día pudimos llegar al Valnera. Entonces, desde la cumbre, fue cuando abrimos los ojos y cambió la perspectiva.
Más allá no vimos dragones. Y la edad nos enseñó que tan terribles saurios son capaces de pasearse a nuestro lado por cualquier avenida, mientras disimulan las hogueras de su alma, y que el fin del mundo, en realidad, siempre está un paso más allá de cualquier lugar al que nuestras botas nos lleven.
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