Cuando en abril de 2009 estuvimos en Alepo poco podíamos imaginar lo que a esta ciudad y al conjunto de Siria se le avecinaba. Era primavera, sí, pero el ojo del huracán disimulaba su mirada. Luego vendrían las primaveras traicionadas de otros países musulmanes, todos aquellos que no contaban con la confianza del imperio y su guardián en la zona (el principal beneficiado, teóricamente, de tanta revuelta marchita). Miedo daban los gobernantes de Siria, excesivamente representados en estatuas y carteles con sus impenitentes gafas negras, pero el mismo miedo dan los ahora combatientes en nombre de no sé qué libertad. Mientras tanto las buenas gentes de Alepo, de Hama, de Damasco, de Deir er Zuz, se convierten en los sufrientes muñecos de una guerra infinita. Los hilos que los mueven están en otra parte y la vida cambia en cuestión de segundos al capricho de infumables intereses, mal llamados geoestratégicos.
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