La luz entra por la ventana como
si, de pronto, el calor del sol que anuncia fuera a reactivar sus miembros
inmóviles. Ella, a ratos, navega de isla en isla, hacia el pasado, a través de
su memoria. Como en agua estancada. Y
luego vuelve al presente, a esta habitación, reconociendo mis rasgos, mi
fisonomía, el espacio que ocupo en la senda de sus afectos.
Pero, en su estupor, seguro que
opina que aún hay muchos piélagos por descubrir antes de que el vaivén de las
mareas la traiga definitivamente a este lugar, ahora, entre estas cuatro
paredes blancas con un televisor al fondo que ya no le dice nada.
Y por eso se adentra de nuevo,
cada poco tiempo, en los bucles de nube pintada por Van Gogh que más se
asemejan a una vida que debió ser y no fue, y que ella, animosa, se esfuerza
por traer desde el polvoriento camino de los años.
Un tiempo feliz (si es que la felicidad
existe), un hombre que la quiso, los hijos sin su mala suerte y su mala cabeza,
la soledad ausente…
La luz entra por la ventana y devuelve
un aroma de cenizas, un sueño esquivo, la niebla.
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