Entre Santoña y Laredo nos hacemos a la mar con buen tiempo y viento sur.
Para aquellos que no estamos acostumbrados lo primero es comprobar si nuestro organismo se va adaptando sin novedades dignas de mención al caprichoso vaivén de la nave. Luego, si no hay aviso gástrico de mareo ni pérdida de la verticalidad, es cuando aquellos que nos educamos con Verne y Stevenson empezamos a sentirnos como viejos lobos de mar que observan por la borda con aire soñador (es cuestión de componer la figura, no hace falta ni pata de palo ni parche en el ojo).
Una vez que hemos hecho las paces con nuestra imaginación, ya nos dedicamos a aquello para lo que hemos venido, que no es ni más ni menos que la observación de aves viajeras.
Pasan gaviotas de diverso porte, pasan alcatraces y pasan págalos. Alguien dice que ha visto un frailecillo. ¿Un frailecillo? ¿dóooonde?
Tiramos de prismáticos hasta que los ojos se enturbian en la uniformidad del mar. Intentamos adivinar en las olas y su balanceo la posibilidad de una aleta que nos advierta de la presencia de delfines o calderones. Pero no es el día. Y hasta ahí hemos llegado.
El mar y los delfines siempre me hacen recordar un libro de la Biblioteca Infantil Jovellanos, "La Isla de los Delfines Azules", tengo que volver a leerlo.............
ResponderEliminarRaquel