Anoche, en la Teatrería de Ábrego, se
produjeron algunos hechos inusuales con motivo de la presentación del nuevo y
especial trabajo del músico Robert Navarro. Por un lado, escuché musicados
tres poemas míos que me llenaron de placer pero, a la vez, me parecieron como
golondrinas que volaban por el aire alejándose de mí. Y por otro, la tarde
y el lugar fueron propicios para un encuentro, si no inesperado, sí al menos
poco habitual, dadas, imagino, las ocupaciones y las trochas que cada uno de
nosotros hemos ido tomando a lo largo de los años.
Los dos amigos que me
flanquean hicieron conmigo los cursos de E.G.B. en la Escuela de Porrúa. Juntos asistimos a las clases de B.U.P y C.O.U.
en el Instituto José María Pereda y juntos nos hicimos maestros en la Escuela de Magisterio de la Calle Cisneros.
Al mirar la fotografía,
intento recordar si en ese camino, en el que los tres concurrimos a la vez, coincidió
alguno más de los compañeros que entonces teníamos, pero tengo la sensación de
que no. Demasiadas bifurcaciones.
Con uno de ellos aprendí mis
primeros rudimentos de fotografía y jugué al fútbol en la plazuela del Barrio Obrero.
Con el otro, en el aula de Bachiller, cuando las clases se ponían eternamente
aburridas escribí mis primeros versos de urgencia y asistí, más tarde, a sus
inicios en el laberinto de los escenarios y sorprendí en él el fulgor de aquellos que tienen
claro lo que quieren hacer con su vida.
Han pasado los años y hoy, aún más, sigo
teniendo la sensación de que existen lazos invisibles que nos acercan, solitarios
y emotivos nudos que se ataron en otra edad y que, a pesar de todo, perviven silenciosamente
más allá de las distancias y de las herrumbres del tiempo.
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