Ayer fui al cine a ver la segunda película dirigida (y también protagonizada) por Viggo Mortensen. Un western en lo formal pero con multitud de detalles que lo hacen diferente, como también lo es su director.
Más allá del enfrentamiento entre los buenos y los malos, los honestos y los corruptos, los pacíficos y los violentos -como en cualquier película del Oeste que se precie-, los personajes principales (no hablo de los antagonistas) y algunos mal llamados secundarios conforman una maraña de relaciones personales llenas de delicadeza que concitan cierta admiración (acostumbrados como estamos a las obras del género tirando a toscas y centradas mayoritariamente en la acción, ya saben, pistolas, tiros y duelos) y se adentran en todo aquello que de generoso puede tener el ser humano.
Hablaba al principio de detalles y quiero mencionar algunos que me llamaron la atención: la gente lee (sigo sin hablar de los malos), el pianista del "Saloon" es mexicano, que como todo el mundo sabe es una nacionalidad bastante despreciada en las películas del Oeste hechas por yankis. Bueno, pues el pianista mexicano del "Saloon" toca piezas clásicas en el dolor y en el asueto. Los caballos, además de piafar, respiran y suspiran. El fin del mundo es el mar en el que algunos miramos más allá. Tan allá como las lágrimas que enfrentan a la muerte.
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