Lo que más les gusta que les cuenten es lo que las Inviernas ya no quieren recordar. Pero allí sentadas, el camisón subido hasta los muslos, se ven obligadas a hacerlo: una tarde de verano de 1936, cuando volvían de recoger genciana y manzanilla del bosque, corrieron a la cocina con la confianza de encontrar allí al abuelo, con quien vivían desde que eran huérfanas, sentado junto al fuego de la lareira: pero don Reinaldo no estaba. Sólo estaba la pota en la que solía cocer las hierbas para hacer las tisanas, el líquido derramado por el suelo. Las niñas no comprendieron nada, y unos días más tarde regresó el abuelo, flaco y demacrado, gritándoles que tenían que huir.
Metieron lo que pudieron en unos morrales y huyeron a través de la fraga. Durante tres días durmieron bajo los árboles, comieron moras y chuparon las raíces de los árboles. Pero no fueron muy lejos porque una pensaba en los lobos y la otra en los gatipedros. Volvieron a casa. El abuelo aún estaba allí pero al cabo de unos pocos días vinieron a por él. Delante de ellas, lo desnudaron, lo insultaron y se rieron de él haciéndole correr de un lado a otro para esquivar las pedradas. Cuando cayó inconsciente lo ataron de manos a la cola de un caballo y lo llevaron a rastras hasta el paraje donde fue fusilado.
Entonces alguien, tal vez fuera una mujer de una aldea vecina, las metió en un autobús y las acompañó hasta el puerto de Bilbao; les entregó unas maletas de cartón. "Adiós", les dijo, y se dio la vuelta. Las niñas apenas la conocían, pero la visión de aquella mujer gruesa dándoles la espalda, desfilando por el muelle a grandes zancadas, sin volverse ni una sola vez para mirarlas, todavía las persigue.
Junto con otros muchos niños, casi todos vascos, zarparon en el buque La Habana. Nunca habían visto el mar, lo vieron por primera vez desde aquel barco. Las niñas estaban convencidas de que las llevaban a Cuba para coger esas monedas de oro que crecían de los árboles como racimos de uvas.
Pero tras cuarenta y ocho horas de viaje, entre mocosos que lloraban y vomitaban, llegaron al puerto de Southampton. Había banderitas por todas partes y no hacía calor. El día antes había tenido lugar la coronación de Eduardo VIII de Inglaterra, pero ellas quisieron pensar que las banderitas las habían puesto para celebrar su llegada a La Habana. Cada niño llevaba únicamente dos mudas de ropa y un cartón con sus datos personales. Un señor las recogió y las llevó a un campamento. Aquello no era como lo que contaban en la lareira. Llovía, hacía frío, y no había loros parlanchines ni mulatas. Tampoco había oro colgando de los árboles. El señor que las recogió les aclaró con una media sonrisa que no estaban en Cuba sino en Eastleigh.
En ese campamento estuvieron varios meses. Cantaban, bailaban y eran educadas en la lengua inglesa. Nunca las trataron mal. Tampoco exactamente bien. Cuando terminó el verano, las separaron y las pusieron a trabajar.
Cristina Sánchez-Andrade.
Las Inviernas.
Anagrama.
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