-Aquella noche hacía mucho calor- contaba antaño Hatten, el copista. Mucho calor. Fue en París. Yo no lograba conciliar el sueño. Bien entrada la noche oí, allá abajo, las herraduras de un caballo tintineando contra el adoquinado, muy lentamente. Era como un redoble de campanas. Aquel paso era tan pesado, tan sonoro, que me disoció del sueño sin despertarme completamente. Me levanté, acalorado, me asomé a la ventana abierta. Era el vendedor de bloques de hielo que viene del pueblo de Saint Denis, que atraviesa París con su carreta y reparte un poco de frescor del mundo cuando el tiempo es árido. Ese lento y bello transporte de bloques de nieve amontonada al fondo de canteras de yeso en la noche canicular. Volví a acostarme. Cerré los ojos. Con los ojos cerrados, anticipé el ruido de las ruedas de la carreta con su círculo de metal que traqueteaban sobre el adoquinado, que rechinaban al detenerse ante una puerta, ante un golpe brusco en el batiente de madera. ante un breve grito, ante un nombre apenas exhalado, para distribuir a las cocinas, para refrescar los baúles de las verduras y las carnes suspendidas en el techo. Era el ruido de una puerta que chirría al abrirse. Era un movimiento progresivo, más lento aún que cualquier marcha fúnebre. Era una procesión que no lograría llegar hasta la muerte o que la superaría por mucho. Finalmente, aquella extraña progresión tan arrítmica se apagó en la noche. Volví a dormirme. Luego, de repente, me desperté. Aquel viaje nocturno se había compuesto y cifrado en mi alma. Encendí la vela y ya sólo tuve que trascribirlo. Hasta que llegó el alba estuve poniendo a toda velocidad mis pequeñas motas negras sobre el pentagrama.
Pascal Quignard.
El amor el mar.
Traducción de Ignacio Vidal Folch.
Galaxia Gutenberg.
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