Desde el interior de los boliches esquinados a lo largo de la avenida, estentóreos de música ranchera y "cumbias del oeste", los sublimes beodos nuestros de cada día detienen por un momento la zalagarda de sus oratorias solemnes para obsequiarla con grandilocuentes besos al aire y obscenos requiebros de cama. Impúdicas lisonjas del color del vino que vienen a estrellarse cual inofensivas pajaritas de papel, contra el escudo radiante de su sonrisa desdeñosa.
En esos momentos ella es la dueña absoluta de la arteria, la madama inexorable del campamento, la soberana taimada de esas pampas epopéyicas. El mundo entero se mueve al compás de sus nalgas espléndidas, al balanceo grave de su andar de paquiderma.
Los rayos de sol atacameño empalidecen en su encendida melena de cobre, aún perlada de las diamantinas gotitas de su reciente ducha; la tercera de las catorce duchas diarias con que esta sagrada hipopótama blanca refocila y purifica su humanidad tremenda.[...]
Pero ahí va, fresca, limpia, magnífica destellante como un iceberg. Perfumada enteramente de pies a cabeza. [...] Y porque toda ella es una gran vulva palpitante en permanente estado de celo, hay que ser animal de alforjas bien puestas para acudir a su llamado. Para esta epitalámica hembra de la pampa los machos se dividen simplemente en dos especies: los intrépidos que alguna vez se han atrevido a gozar de sus favores cinerámicos y los otros.
Y los otros, para esta walkiria exorbitante, para esta hetaira voluminosa, para esta puta garrafal, son esos pobres hombrecitos sin mujer que, apoyados en la esquina de la Avenida Almagro, o en las pilastras del atrio del cine, o en las oxidadas verjas de fierro de la plaza polvorienta, enrollan y desenrollan, interminablemente, en un reseco índice amarillento, la cadenita cagona de sus tristes llaveros de tipos solitarios. Ellos no podrían jamás llegar a meterse en la cama con ella. A la sola contundencia de su aparición en la calle, no atinan sino a escurrirse amilanados como ratas o a bajar hasta el suelo árido sus aguadas miradas de varones sin ánimo. Y son justamente estos "pobres Manuelitos", como les llama ella haciendo referencia a las prácticas masturbatorias, los que tratan de cubrir su falta de hombría repitiendo por lo bajo, medrosos y sin ningún asomo de gracia más encima, esos exagerados cuentos que circulan en torno al tamaño y hondura de la caverna de su sexo encarnado. Que para ocuparse con ella, comentan estos tristes macacos amajamados, habría que tener la prevención de dejar los documentos sobre la mesita de luz, por si acaso se corriera el albur de no regresar de esas geografías llenas de pliegues traicioneros, llanuras gelatinosas y desfiladeros sin fondo. O, en su defecto, acotan hiperbólicos los pacatos, hacerlo sin quitarse los calamorros con punta de fierro para que por lo menos éstos queden a la vista y puedan servir de señal o referencia; a la manera de esos montoncitos de piedras que se dejan en lugares más o menos inasequibles y que quieren decir: "aquí estuve yo".
Hernán Rivera Letelier.
La Reina Isabel cantaba rancheras.
Menudo descubrimiento el de Pampa Unión ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminarRaquel
Y un autor muy recomendable.
ResponderEliminarYa se lo diré a usted caballero cuando finalice la lectura de esta Reina Isabel cantarina.
ResponderEliminarsaludos