La ciudad de Roma es toda ella un monumento a la memoria de los hombres y las mujeres que han habitado sus límites a lo largo de la Historia. Sus edificios, sus museos y sus calles son buena prueba de ello. Y nosotros, pobres mortales, deambulamos por Roma con la boca llena de asombro y a punto del suspiro, evitando en lo posible al resto de la horda de la cual también formamos parte.
Bajo el suelo de la ciudad aún hay, seguro, infinidad de tesoros de la grandeza humana por descubrir. Pero en el suelo de la ciudad, inadvertidas aunque no anónimas, entre el resto de sus adoquines hay incontables huellas de vidas truncadas por la miseria humana (que de todo tenemos).
Valgan éstas que aquí aparecen como humilde aportación a la memoria del que escribe.
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