Se trata de mirar al cielo
y saber que en algún momento,
entre la duda de que existimos
y la certeza de que somos infinitamente pequeños,
va a llover.
Va a llover con esas gotas gruesas
que redoblan en el suelo cuando caen
como una marcha de infantes que van a la guerra
sin saber exactamente a qué van.
Va a llover y van a caerse las nubes
como velos blancos en la mitad de un escenario,
interrumpiendo la obra y el final del día.
Y habrá cien o ciento cincuenta trompetas
resonando en los oídos
mientras se observa en la distancia
el vuelo de algunos pájaros
poniendo la dignidad y las plumas a buen recaudo.
Porque va a llover
sobre nuestras cabezas
y sobre los turbios manejos de la dicha
y del tiempo del amor y de la muerte.
Y también sobre la esperanza de que cuando acabe la jornada
llegará también el fin de la tormenta.
Y entonces será el momento
en que tú y yo, ajenos al ruido
y a las malas artes del enemigo,
nos pongamos a sembrar.
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