Con mi agradecimiento para los que se han dolido con nosotros.
El día en que Mayo murió, por la tarde, casi anocheciendo, me asomé a la ventana en un intento vano de que escapara por ella la angustia que me explotaba en el pecho. Todo estaba tranquilo. No había transeúntes andando por la carretera, ni paseadores de perros, ni almas en fuga. Solamente se escuchaba un silencio quebrantado por un pequeño mirlo en lo alto del poste de la luz frente a mí que, durante un tiempo parecido a una vida, entonaba su canción de consuelo para los noctámbulos tristes que no podían ahuyentar la pena y los perros buenos que descansaban ya de sus dolores en paz.
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