"Me sorprendió que no me propusiera que nos acostásemos hasta al menos la sexta cena. No sabía si tomármelo a mal. La noche en que por fin sacó el tema iba borracho como una cuba, y mi helada choza no tenía nada de nidito de amor. Las rosas se habían marchitado, pero no las había tirado aún, y mi cama era tan pequeña que los pies se le salían del colchón. Me tumbé a su lado (sin deshacer la cama, sobre el edredón) con la ropa puesta. Naturalmente Frank me rompió la cremallera cuando estaba trasteando con ella, y yo me dije: 'Espero que me deje dinero para el arreglo, aunque da lo mismo: por mucho dinero que me dé, me haría falta un título para poder arreglarla, de lo complicado que es coser una cremallera'. Estaba segura de que la cama iba a desplomarse. En esa clase de situaciones uno siempre sabe cuándo la cama no va a resistir. Total, que al final consiguió bajarme la cremallera y cuando me quedé en camiseta interior (hacía un frío que pelaba) me pasó los dedos por la tripa, que empezaba a crecer por culpa de las comilonas, las salsas y demás. Me di cuenta de que yo debía hacer lo mismo, así que lo desvestí un poco hasta que llegué a la piel y ¡sorpresa! Tenía la piel suave, nada que ver con su cutis rugoso. Se animó con el manoseo, al principio con ansia, hasta que se quedó traspuesto. El manoseo y las cabezadas se repitieron varias veces hasta que al final me preguntó: '¿Cómo se hace?', y en ese momento comprendí por qué no había intentado nada hasta entonces. Ay, estos irlandeses: especialistas en batallas, asedios y masacres, pero desastrosos en la cama. De todos modos, me lo veía venir. Eso lo hizo cien veces más apetecible que a la mayoría de los depredadores con los que había salido anteriormente, que esperaban que yo les pagase el cine, me violaban en la última fila y luego se me metían en casa a zamparse mis latas de judías y, para colmo, exigían una sesión de sexo sorprendente y novedoso, sin importarles un bledo que me quedara embarazada, porque claro, a ellos les gustaba natural, sin impermeable. Le preparé a Frank una taza de café instantáneo y cuando se quedó dormido le eché una manta por encima y apagué la luz. Yo me quedé en la butaca, repasando el año y medio que llevaba en Londres, los hombres que había conocido en ese tiempo y el hartazgo que me producía tener que mantener los tacones y la cara impecables para cuando llegara el Don Perfecto que se suponía que tenía que llegar algún día".
Trilogía Las chicas de campo.
Edna O'Brien.
De Bolsillo.
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