En los locales del barrio, el lugar en el que nos reuníamos los chavales de entonces, fumábamos durante horas, y en los ladrillos de vidrio habilitados como ceniceros podían acumularse enormes montañas de ceniza y colillas.
Allí, a veces, por puro placer de cantar mientras nos dedicábamos a la noble actividad del "fumeque", entonábamos, como si bramáramos, algunas canciones que se habían quedado a vivir en el hit-parade de nuestra memoria. Entre ellas no eran las menos aquellas en las que intentábamos imitar la voz poderosa de Labordeta, canciones de dos álbumes que entonces rodaban por las discotecas y la curiosidad de muchos de nosotros: Tiempo de espera y Cantes de la tierra adentro. Las meditaciones de Severino el sordo, o el milagro de Lamberto, o la ausencia de Ramón Cabeza, que un día no llegó a clase, o incluso la declinación latina de Rosa Rosae, nos hacían intuir que ese hombre de mirada profunda e imponente voz era el “profe” que todos queríamos tener.
Desde entonces José Antonio Labordeta nos ha acompañado. También nosotros hemos recorrido el mundo con mochila. He asistido a alguno de sus conciertos (menos de los que hubiera querido), he leído sus poemas y sus novelas, y he escuchado muchos de sus discursos parlamentarios (todo el mundo se acuerda del exabrupto que dirigió a esa derecha chulesca e iletrada que sufrimos, pero yo me acuerdo más del poema que leyó de su hermano Miguel).
Hace tres o cuatro años, tras la presentación de una novela suya en la Librería Gil, compartimos barra en el Canela durante un rato. Todavía me arrepiento de mi tímida actitud en su presencia pese a no haber sido nunca especialmente mitómano. En la dedicatoria que me regaló me decía que esperaba poder leer algún día mis poemas. No fue posible. Sin embargo, mejores o peores, son consecuencia en parte de vivir intentando aprender de personas como él.
Allí, a veces, por puro placer de cantar mientras nos dedicábamos a la noble actividad del "fumeque", entonábamos, como si bramáramos, algunas canciones que se habían quedado a vivir en el hit-parade de nuestra memoria. Entre ellas no eran las menos aquellas en las que intentábamos imitar la voz poderosa de Labordeta, canciones de dos álbumes que entonces rodaban por las discotecas y la curiosidad de muchos de nosotros: Tiempo de espera y Cantes de la tierra adentro. Las meditaciones de Severino el sordo, o el milagro de Lamberto, o la ausencia de Ramón Cabeza, que un día no llegó a clase, o incluso la declinación latina de Rosa Rosae, nos hacían intuir que ese hombre de mirada profunda e imponente voz era el “profe” que todos queríamos tener.
Desde entonces José Antonio Labordeta nos ha acompañado. También nosotros hemos recorrido el mundo con mochila. He asistido a alguno de sus conciertos (menos de los que hubiera querido), he leído sus poemas y sus novelas, y he escuchado muchos de sus discursos parlamentarios (todo el mundo se acuerda del exabrupto que dirigió a esa derecha chulesca e iletrada que sufrimos, pero yo me acuerdo más del poema que leyó de su hermano Miguel).
Hace tres o cuatro años, tras la presentación de una novela suya en la Librería Gil, compartimos barra en el Canela durante un rato. Todavía me arrepiento de mi tímida actitud en su presencia pese a no haber sido nunca especialmente mitómano. En la dedicatoria que me regaló me decía que esperaba poder leer algún día mis poemas. No fue posible. Sin embargo, mejores o peores, son consecuencia en parte de vivir intentando aprender de personas como él.
Plas, plas, plas...
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