Asisto a un recital en el que el
poeta cuenta que, al comienzo del viaje que le ha llevado hasta allí, le ha
desaparecido el equipaje (cosa muy de poetas, por otra parte) y, con él, sus
poemas.
Por eso sostiene, ahora, en sus
manos cuatro hojas escasas como garzas inquietas, a punto de echarse a volar.
Pero el poeta no quiere verse
obligado a contar el tiempo, ni a que los versos sean como sueños en estado de
evaporación o sonidos abismados rebotando en las paredes de un pozo, y luego un
eco y nada más.
El poeta, entonces, con sus
cuatro hojas blancas salvadas de las aguas, lee como un prestidigitador que va
extrayendo prodigios, pañuelos anudados, aves que levantan las alas.
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