Cincuenta refugiados muertos por asfixia en la bodega de un barco
negrero. El resto es recibido en la frontera de Macedonia con gases
lacrimógenos, con el objeto de que se disperse la turba a los cuatro vientos. Los
que toman el camino hacia la frontera serbia nuevamente son dispersados con
gases lacrimógenos. Los que quedan se encuentran con un muro en la frontera de
Hungría. Los que fueron hacia Inglaterra son frenados en Francia para que no se
adentren en el túnel que cruza el Canal de la Mancha.
Los que eligen otros caminos acaban remansados en diversos campos de
concentración en Italia, en Grecia y en España. Muchos alemanes se niegan a
soportar más invasiones.
Y mientras tanto, muertos y muertos y muertos.
Las autoridades comunitarias deciden, obligadas por las circunstancias,
reunirse en una cumbre para tratar una
nueva (¿nueva?) crisis humanitaria. Los insignes dignatarios, en tan alta cima, no acaban asfixiados pero
perecen por congelación.
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