Puede que parezca una tontería tras el
prisma de los años que han pasado, pero cuando comencé a reunir los poemas que
aparecen en “Las fronteras del aire” me acordé de una anécdota que sucedió la
primera vez que subí a la Peña Remoña ,
en los Picos de Europa.
Para los que lo desconozcan, la Remoña es la cumbre que se
ve a la izquierda de la cabina superior del teleférico de Fuente Dé, y a la que
muchos turistas poco avisados confundían muy habitualmente con el Naranjo de
Bulnes.
El caso es que a los dieciocho recién
cumplidos y con el sustrato de ingenuidad que dan los pocos años, y tal vez las
muchas lecturas escasamente digeridas, llegué a aquella cumbre y tras mirar a
mi alrededor, a mi espalda los riscos lunáticos del Macizo Central y al frente
una sucesión de bosques y montañas en los que no parecía caber la intervención
del ser humano, solté en voz alta un pensamiento que hizo sonreír a alguno de
mis compañeros de ascensión con más edad.
“Tal vez, cuando bajemos de aquí, ya
haya triunfado la revolución”
A día de hoy, a casi cuarenta años de
distancia, que yo sepa, la revolución sigue por venir y algunas a las que se le
ha dado ese nombre han sido solamente un pálido reflejo de mi candidez.
Cuento esto, en realidad, porque esa
atalaya y otras, en siguientes ocasiones, y dado que el evento deseado, por el
cual el mundo iba a cambiar y todo iba a ser más justo y los hombres más
felices, no acababa de llegar, terminó por convertirse en mi imaginación en una
especie de Arcadia en la que me recluía lejos de los sinsabores de la vida real
y cotidiana. Como un náufrago que de vez en cuando encuentra la salvación, a mi
ínsula la di por llamar la República
Independiente de los Picos de Europa. Casi nada.
Hoy, que apenas visito aquellos lugares,
y que yo tampoco soy aquel muchacho soliviantado, no dejo de pensar, sin
embargo, que estos poemas, o más bien el impulso que me ha hecho escribirlos es
de nuevo una Arcadia, un Brigadoon en el que buscar acomodo ante las guerras diarias.
Tampoco dejo de pensar que, si hoy
volviera a contemplar el paisaje de entonces, lo que más me sorprendería es
que, seguramente, sigue sin haber rastro de la huella humana hasta el horizonte
y que por tanto, como dice la canción, allí no hay más fronteras que las del
aire.
Por eso, la mayor parte de los poemas
que aparecen en el libro, por no decir todos, llevan intrínseca la admiración y,
sobre todo, la piedad que a lo largo del tiempo y de los caminos del mundo he
sentido por el ser humano. No en vano somos idóneos para lo mejor, pero también
las únicas criaturas capaces de ponerle puertas al campo y límites al mar.
Triste mérito, desde luego, el nuestro, cuando hasta de nuestra piel hacemos
una muralla.
En “Las fronteras del aire” creo que intento
permanentemente reflejar esa ambivalencia. No sé si lo he conseguido. Quizá no
soy el más adecuado para juzgarlo.
No obstante, a mí me ha servido como
antídoto. Espero que a los posibles lectores aventurados también y que, por
tanto, valga modestamente para que, a falta de la revolución que nunca llega,
nos aliviemos con poesía, por un rato, de la muy desagradable sospecha de que,
como especie, estamos haciendo de este mundo, y de paso de nuestras pobres
vidas, una soberana mierda.
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