A
Collioure llegamos huyendo de los fríos alpinos. Aparcamos frente a la playa y
la torre circular que corona la iglesia. La ciudad parece acogedora, pero a
estas alturas del viaje ya no tenemos ganas de hacer turismo. Al primer
transeúnte que encontramos le preguntamos por el camposanto. Está muy cerca,
apenas a unas calles en sentido contrario al mar.
El cementerio es recoleto y
silencioso. A pocos pasos de la entrada está la sencilla tumba que acoge al
poeta y a su madre desde el lejano final de la guerra. Hay una placa con unos
versos que no recuerdo y algunos objetos que han ido dejando a modo de homenaje
los visitantes.
Y también, a los pies, estamos
nosotros. Jóvenes, inmóviles y turbados por emociones que aún no sabemos
reconocer.
Habríamos querido ser previsores.
Tal vez haber comprado unos cuantos claveles rojos o quizá haber imaginado un
poema certero para la ocasión. Pero hemos llegado allí ligeros de equipaje,
casi desnudos. Y sin un duro, para colmo de la desdicha.
Sin nada, hasta que mi compañero,
en un arrebato, se acerca con decisión a
otro sepulcro cercano y, sin encomendarse ni a musas ni a bardos, incauta la
mitad de las flores recientes del vecino.
“Justicia social”, me dice con parquedad tras depositar el
ramo apresurado en la tumba de Don Antonio. Y mientras, me guiña un ojo con su
mejor sonrisa de tunante.
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