Tú entras, pongamos por caso, al Museo Arqueológico y contemplas al mocetón que camina delante de tí, con todo el aspecto de ser el tataranieto cenutrio de un centurión en campaña de castigo, mientras le toca las narices a Marco Aurelio. Luego, el hábil magreador, continúa unos pasos más allá decidido a palparle la pétrea barriguilla a un pasmado e indefenso Octavio Augusto. A continuación posa sus pies de mostrenco en un capitel corintio al tiempo que invita a la churri que va con él a que plante su trasero, en ortodoxa pose cinematográfica, para la foto de rigor en un sarcófago fenicio hallado en Biblos muchos años ha. Entonces miras a los guardas del Museo y compruebas que se encuentran en animada conversación, a 10 metros de la feliz pareja, sin querer ver más allá de sus despistadas pituitarias. Y te vas de allí, moviendo la cabeza como elefante cogido en falta, mientras maldices para tus adentros todos los planes educativos para asnos y borregos que en el mundo han sido.
Después, por casualidad, entras en una capilla bizantina excavada en la roca hace siglos por unos tipos que pintaban santos cojonudamente bien. A la entrada hay símbolos de internacional comprensión que señalan que no se puede hacer fotos a las pinturas. ¿Y qué hace el bárbaro de turno embutido en sus chancletas y su pantalón corto de cuadritos? ¿A que no se lo imaginan?
Más tarde visitas una ciudad griega de la antigüedad. Éfeso, por ejemplo, que está muy solicitada por las hordas visigóticas. Allí es el desmadre, la bacanal (para estar más acordes con el lugar). Los discípulos de Atila redivivo visitan los pocos mosaicos que quedan con la singular dedicación de un miope haciendo fotos con el macro. O sea, desde cerca, muy cerca. Tan cerca que es como si tomaran posesión.
Al menos en Pamukkale, los que pisan los travertinos blancos, mientras hacen oídos sordos al silbato de los guardas, se quedan allí y pasan de caminar los 50 metros que les faltan para llegar a la hermosa ciudad romana de Hierápolis. No se les vaya a pegar algo. O a picarles un alacrán.
Lo mismo vivi hace años en unas ruinas romanas en Portugal. Como los letreros de advertencia eran grandes y abundantes, un portugués muy salao me dijo que el problema era "que no sabían leer". Va a ser eso......
ResponderEliminarRaquel