Desde el sur recorremos la carretera que lleva a Goris. Ascendemos
entre praderas un puerto que atraviesa el Pequeño Cáucaso. Luego, una vez
pasada la ciudad de Kapan, hay otro puerto entre bosques.
Miramos atentamente el mapa. Aquí el límite entre Armenia y Azerbaiyán
se difumina en la umbría arbórea. No hay puestos de control, pero la línea
amarilla cartográfica nos dice que estamos introduciéndonos caprichosamente en
uno y otro país a lo largo de la ruta.
Sin embargo, Armenia y Azerbaiyán, pese a la tranquilidad reinante,
siguen hoy en estado de conflicto latente. No se han borrado aún algunas de las huellas de
la antigua disputa por el territorio de Nagorno Karabakh.
Por las orillas de la carretera se afanan unos cuantos peones
camineros, que no sabemos si son armenios o azeríes.
En un momento dado, como buenos turistas, decidimos que estaría bien
detenerse un rato para pisar tierra de Azerbaiyán y hacernos una fotografía.
Pasa una curva y otra curva sin encontrar el lugar adecuado. Al final, casi por
quitarnos la cuestión de encima,
decidimos, ¡aquí!
Convenimos que es un buen lugar, una pequeña pradera a la orilla de la
vía con un terraplén que nos permite admirar el paisaje del inmenso bosque
extendiéndose hasta el infinito.
Todo muy bonito, muy tranquilo, con pájaros que vuelan entre los
árboles y un silencio al que cuesta acostumbrarse. Un lugar perfecto para
estirar las piernas y para poner cara de foto.
Salvo por un pequeño detalle.
En mitad del prado, inadvertido hasta entonces, un cartel del que
destaca una tenebrosa calavera, anuncia a todo aquel que lo quiera leer: “Danger. Mines.”
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