Grainier trabajaba de cargador, aunque no en el apeadero, sino en el bosque, donde los aserradores operaban en parejas para derribar las píceas, los podadores se aplicaban a limpiarlas con las hachas, los leñadores las cortaban en secciones de seis metros de largo y por fin los cargadores las enlazaban con cables para que los caballos se las pudieran llevar. A Grainier le gustaban el trabajo, el esfuerzo, la fatiga mareante y el descanso profundo al final de la jornada. Le gustaban la grandiosidad que tenían las cosas en el bosque, la sensación de estar perdido y lejos de todo y la idea de que, entre tantos árboles que montaban la guardia, el peligro jamás lo podría encontrar. Pero de acuerdo con uno de sus compañeros, Arn Peeples, que ya era viejo y que de joven había sido un aserrador fanfarrón, los árboles eran asesinos, y aunque noventa y nueve de cada cien veces un buen aserrador fuera capaz de calcular correctamente cómo iba a caer el árbol, y hasta conseguir por medio de una serie de cortes magistrales y de cuñas que una pieza de cincuenta toneladas girara en redondo colina arriba y aterrizara detrás de él con tanta precisión como una aguja, la vez número cien podía acabar con su cara aplastada y él más tieso que la mojama, así de fácil. Arn Peeples decía una que vez había visto un tronco de cinco toneladas pegar un brinco sobresaltado, salir volando del carro, aterrizar encima de seis caballos y matarlos a los seis. Los árboles solo te trataban como a un amigo cuanto tú los dejabas en paz. En cuanto la sierra los hendía, ya tenías una guerra entre manos.
Sueños de trenes
Denis Johnson
Literatura Random House
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