Texto de la presentación// El Síndrome de Oisín o por qué nos gusta Irlanda
Cuenta Chesús Yuste, en uno de los
relatos de su libro “Regreso a Innisfree, que existe gente por el mundo sin una
especial relación a priori con Irlanda, pero con una fascinación tal por ese
país que, en muchas ocasiones, acaba convirtiéndose en una obsesión.
A tal circunstancia, por boca de uno de
sus personajes, la denomina como “hibernitis” (de Hibernia, nombre que dieron
los romanos a la isla verde). La “hibernitis”, o en una acepción más culta, el
Síndrome de Oisín, viene a ser como una enfermedad del espíritu, de la que
afirma Chesús (medio en broma) que, “según la Organización Mundial
de la Salud , no
tiene cura, pero, por lo menos es bastante saludable”.
A Chesús lo conocí en persona no hace
mucho, en un viaje relámpago que hice a Zaragoza, aunque, para entonces había
disfrutado de los relatos ya mencionados y de su novela “La mirada del Bosque”,
también leía habitualmente su blog Innisfree 1916, y había seguido sus discursos en la tribuna del
Congreso de los Diputados, como representante de la Chunta Aragonesista
y sucesor en el puesto del querido José Antonio Labordeta.
Él, parece ser que también sabía algo de
mí, ya que al menos había leído un poema que escribí a raíz de una visita que
hice, hace tiempo, al barrio católico del Bogside, en la ciudad de Derry, y
supongo que, como sucede en estos casos, nos habíamos reconocido como lo que
somos: esa gente rara que padece de “hibernitis”.
A la primera ocasión sacó el tema y me
preguntó cuál era el motivo de mi atracción por las tierras de Éirinn; y tengo
que reconocer que mi respuesta, a pesar de que me esperaba su curiosidad, fue
vaga y supongo que un poco decepcionante. Y es que asegurar que se trató de un
hechizo literario es decir muy poco. Porque, en resumidas cuentas, ¿qué había
leído yo de la vasta nómina de escritores irlandeses? Me enamoré de los poemas
de Seamus Heaney, regresé a Innisfree con William Butler Yeats, disfruté de La
Boca Pobre de Flainn O’Brien, busqué el
caldero de oro con James Stephens, contemplé el mar con John Banville…
Sin embargo no pude finalizar la
travesía de las Islas de Aran con John Millington Synge, no he leído nada en mi
vida de Samuel Beckett, muy por encima a Jonathan Swift y, lo que es peor,
hasta el momento he tenido pánico a caminar Dublín con el Ulises de Joyce. O
sea que la literatura no lo explica todo.
¿Tal vez el cine? ¿John Ford y su hombre
tranquilo? ¿la típica y brutal ironía que se les atribuye a los irlandeses?: “Yankee, me estás empezando a caer bien. Tu
viuda, es decir mi hermana, no ha elegido mal del todo” le dice su cuñado
al personaje que encarna John Wayne en mitad de una monumental y “homérica”
trifulca a puñetazos; a lo cual éste, con la misma coña, responde, “yo también te estoy cogiendo cariño”.
O quizá esa pequeña historia que
transcurre en una estación rural, de la cual el tren nunca acaba de salir, a
pesar de que el jefe de estación se pasa todo el metraje gritando que el
ferrocarril solamente se detendrá “five minutes only, five minutes only”.
No lo sé. No obstante, nunca me olvido
de una escena del “Café Irlandés” de Stephen Frears, en la cual el personaje de
Colm Meaney, casi al final de la película, una vez que ha acudido al hospital y
ha comprobado que su nieto, de padre incógnito, ha nacido en perfectas
condiciones, se marcha al pub de enfrente, se pide una pinta de cerveza negra y
se la trasiega a la brava, feliz, con la sana convicción y la tranquilidad del
deber cumplido. Puedo asegurar que yo esa pinta me la tomé con él en cada ocasión
que he visto la película. ¿Pero está ahí la respuesta a la “hibernitis”?
A veces, también pienso que el objeto de
mi atracción es la historia de ese país, repleta de gente valiente y
desgraciada, pero echo la vista al mío y comprendo que la historia del hombre
en todos los puntos del planeta rebosa de gente así.
La primera vez que pisé Irlanda, sin
apenas haber dado cuatro pasos y aún emocionado por el momento, me tropecé de
bruces con un cura ataviado a la antigua usanza, al cual, sin querer, me quedé
mirando fijamente, tal vez extrañado porque pensé por un momento que había
regresado a mi infancia española. El sacerdote no me dijo nada. Solamente
levantó su mano derecha, me bendijo haciendo la señal de la cruz y siguió su
camino. Y allí me quedé yo, anonadado, sin saber muy bien que extraño mérito, o
demérito, me había hecho pasar por aquel trance. No, definitivamente la
religión no tiene nada que ver.
En otra ocasión, cruzando en furgoneta
la localidad de Bushmills, en Irlanda del Norte, acobardado por la cantidad de
aceras y paredes decoradas con los colores de la Union Jack inglesa, lo
cual me decía que entraba en territorio protestante, me encontré en una calle
con una caravana calcinada, y a su alrededor unos cuantos jóvenes con la cabeza
rapada. Uno de ellos, a mi paso, se puso, con semblante retador, un dedo en el
cuello a la altura de su oreja y lo cruzó hasta la otra oreja. Gesto que habla
por sí solo y que se entiende en todo el mundo. Y la verdad es que no fue nada
halagüeño. Así que quizá lo de la hospitalidad tampoco va a ser. O sí, porque
en otros lugares he de decir que siempre me trataron más que bien.
Entonces, ¿puede ser la música?, ¿esa
música capaz de hacerte llorar de alegría y bailar con la tristeza?
A tenor de la experiencia que tuve en la
ciudad de Cong, en Connemara, famosa por ser el lugar de rodaje de “El hombre
tranquilo”, debería decir que no. Y es que la noche y el cierre del local me
pilló en un pub, conversando alegremente con algunos parroquianos, cargados
todos con las suficientes cervezas. De pronto todos ellos se pusieron en pie al
tiempo que sonaban las primeras notas de lo que entendí que era el himno
nacional. Y si he de ser sincero, por mucha mano al pecho y mucha marcialidad,
a mí la música patriótica o militar sigue sin decirme nada de nada, aunque la
cante un batallón de rebeldes irlandeses a punto de ocupar la city londinense.
Y sin embargo sí. La música tiene algo
especial.
Un amigo, al que sigo echando mucho de
menos, siempre decía que si tú caminabas por una calle y escuchabas que de un
bar salía a raudales una canción de los Creedence, tú te debías abalanzar hasta
la barra costara lo que costase. Era su forma de conocer a primer oído las
cualidades de un local. Bien. Pues eso me pasa a mí cada vez que escucho una
gaita, un violín o un bodhran. Pero también me pasa con los Creedence, que por
lo que sé no tienen nada de irlandeses.
En fin, que acabo como empecé: En el más
verde de los misterios.
Y con esto definitivamente termino,
porque aunque los habitantes de Eire consideren que cuando Dios hizo el tiempo,
hizo mucho, no deseo aburrirles más. Tengan consideración y comprendan que explico
todo esto para intentar entenderme a mí mismo y a este señor que me acompaña o,
al menos, saber algo más del maldito virus que nos asola, aunque tengo la
impresión de que no hay manera de descubrirlo, cual mal de las vacas locas. Por
tanto termino con un proverbio atribuido a la mala leche irlandesa, con la
secreta intención de que les sirva como conjuro, si no para ahuyentar el mal
que nosotros padecemos, al menos para saber por dónde pisan ustedes: “Si nos aman, que sea en buena hora; a
aquellos que no nos aman que Dios cambie los sentimientos de sus corazones; y
sin no, que les tuerza los tobillos para que los reconozcamos al verlos
cojear”.
Mariano Calvo Haya
26 de mayo de 2016
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