Cruzamos el río Gambia en un
transbordador hacia la orilla norte. Al llegar a tierra, unos hombres ataviados
con ropas de camuflaje nos apartan de la
marea humana que desciende de la nave y nos piden los pasaportes. Tras examinarlos sin mucha atención devuelven los de las cuatro mujeres del grupo y retienen los nuestros.
A José Ramón y a mí nos señalan un chamizo de madera y nos obligan a entrar con nuestras mochilas.
El interior es una penumbra vacía con suelo de paja y tierra en la
que brillan a mi alrededor siete pares de ojos. Abren los equipajes y revisan
concienzudamente la ropa y los objetos. No sabemos lo que buscan exactamente. Miran
con curiosidad la caja de acuarelas, pero se detienen más tiempo con los
medicamentos y nos preguntan por las cualidades de cada uno de ellos.
Por fin uno de los policías sostiene
en su mano la caja de pastillas contra la malaria y nos la pide como regalo. La duda es como un fogonazo compartido, pero José Ramón, arriesgando en la jugada, le contesta que
no es posible porque tenemos las justas para nuestra estancia.
El hombre se resigna y nos pide que recojamos los bultos. Luego, nos miramos aliviados y salimos de nuevo a la luz.
El hombre se resigna y nos pide que recojamos los bultos. Luego, nos miramos aliviados y salimos de nuevo a la luz.
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