Javi está observando a las aves
que sestean indiferentes en la laguna del oasis. Acerca alternativamente a sus
ojos los prismáticos y su cámara fotográfica. De cuando en cuando escucho el
obturador del objetivo: clic, clic, clic. Un archibebe común: clic. Una cigüeñuela:
clic, clic. Un chorlitejo chico: clic.
La jornada transcurre tranquila
mientras disfrutamos del paso de los pájaros desde el mirador. De pronto, a mi
lado oigo un inusual y abrumador clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic….
Javi dispara su cámara frenéticamente
mientras me susurra gritos de alegría. Miro, aturdido, hacia el agua en donde
las aves siguen con sus quehaceres cotidianos sin mostrar ningún signo de
alarma. No veo nada que me indique el motivo de tanta actividad en mi compañero,
hasta que en mitad de una ráfaga me señala el paso furtivo de un guión de
codornices entre los matorrales. Cuando el animal desaparece en la espesura,
Javi comienza una danza de saltos y exclamaciones que demuestran hasta donde
llega la alegría en un ornitólogo habitualmente cauto y sereno. Yo, que no soy
consciente de la importancia del avistamiento, me quedo mirándolo asombrado e
incapaz de utilizar la cámara para cobrar mi primer humano feliz hasta el
paroxismo.
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