Cuando llegan días como el de hoy siempre me acuerdo de Efraín, un viejo judío que conocimos en Laos. A sus ochenta años, y una vida llena de experiencia, era un hombre feliz el día que ganó Obama. Y tuve que ser yo el que rebajara su alegría. Tiempo después en un correo electrónico me daba la razón. Nada cambiaba sustancialmente, estuviera en la presidencia de Estados Unidos un demócrata o un republicano. No había revoluciones.
Sin embargo he de decir que mi percepción del asunto ha variado un poco desde entonces. Justo desde que el más alto cargo de los yankies se ve denigrado por un estúpido representante de la más miserable de las extremas derechas -si es que hay alguna que no sea miserable-.
A estas horas aún no se sabe qué nos deparará esa democracia tan peculiar, pero barrunto que la Ley de Murphy gobierna el caos.
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