Tener doce, trece, catorce, quince años,
en un barrio de aluvión del extrarradio de cualquier ciudad a mitad de los años
setenta podía llegar a ser una aventura inimaginable en la que cualquier
actividad, supongo que porque ya iba en nuestro ADN de alevines de obrero (hoy
algunos dirían eufemísticamente trabajadores por cuenta ajena), te preparaba
para lo que teóricamente estabas destinado desde que nacías, que era ser lo que
tu padre o tu madre, y a mucha honra. Allí y en aquellos días no se había oído hablar
jamás de lo que, pasados los años se daría, en llamar el “ascensor social”. Si
en nuestro barrio los edificios tenían cinco pisos y como poco ochenta
obligatorios escalones como ochenta estaciones de vía crucis hasta el quinto, a
nosotros, precisamente, que solo veíamos los ascensores cuando bajábamos a
Santander al médico, nos iban a hablar de una cosa rara llamada ascensor
social.
Por lo demás, ser un chaval en un barrio
como el nuestro era, como decía antes, una continua práctica pre-profesional. Si
fundías plomo que encontrabas en los escombros y con la colada hacías corazones
y estrellas de plata como amuletos contra el mal de ojo y la mala suerte,
operario de fundición o calderero; si tallabas cristal en las abrazaderas de
los postes para las chapas en las que insertabas retratos de ciclistas,
soplador de vidrio o gregario en la Vuelta a España; si armabas un triángulo de
madera con ruedines para bajar por las cuestas de gravilla como suicida o como alma
que lleva el diablo, mecánico; si construías casetas con cartones y tejavanas,
albañil; si montabas rifas con cromos y tebeos a cincuenta céntimos la
papeleta, tendero. Y además la mayoría íbamos a la única escuela pública del
contorno para hacernos hombres y mujeres de provecho, que era lo que se decía
entonces, aunque la verdad es que no teníamos ni remota idea, ni falta que nos
hacía, de lo que era eso del provecho.
Cuento todo esto porque fue un poeta
(Rainer María Rilke) el que hace muchos años sostuvo que, en realidad, la
infancia era la verdadera patria del
hombre. Y hoy en día, cuando crecen de
nuevo como la hierba mala patriotas de bandera y solo eso, a mí, que a veces me
da por juntar versos con mayor o menor fortuna, no me cuesta gran cosa mantener
la afirmación del poeta e incluso ampliarla.
Porque probablemente es ahí, en nuestros
primeros aprendizajes cuando somos capaces de absorber y procesar, como si de
un territorio intacto se tratara, todo lo que la vida puede depararnos después.
Y es, tal vez, una patria extraña, inconcebible quizás y en ocasiones repleta
de sinsabores, pero es, sin duda el lugar, o el espacio temporal, al que
algunos nos acogemos, aunque sea solo como referente para poder transitar con
cierta dignidad por el resto de nuestra vida.
Participar en el libro colectivo de las
“Historias del Barrio San Francisco” me ocasionó al principio no pocas reservas
y prevenciones, derivadas algunas de
viejas disparidades y otras de la dificultad que tiene en ocasiones enfrentarse
con lo que fuimos, con lo que pudimos
ser y con lo que aquellas vivencias y otras posteriores hicieron de nosotros.
Con el pasado al fin.
Y ahora, con el transcurso de los años,
con lo que sabemos y con lo que hemos vivido, cuando pienso en el barrio me doy
cuenta de que en realidad siempre hemos estado regresando a ese pasado. El
barrio, en cuanto nos descuidamos, se nos aparece como un fantasma en las
conversaciones recurrentes. Los ejemplos de solidaridad, los arrebatos de
rebeldía, las nociones de organización y de colaboración que nos han acompañado
en actividades posteriores, políticas, o sindicales, o internacionalistas, o
culturales, están perfectamente imbricadas en aquel convencimiento que, en
tiempos duros de franquismo y post-franquismo, hacía grande y memorable al
movimiento vecinal de que, si estábamos unidos, éramos capaces de todo y de que
nada ni nadie nos podía parar.
Estas “Historias del Barrio San
Francisco”, si tienen algo de bueno, más allá de reactivar ese orgullo de
pertenencia tan cercano a la conciencia de clase, es que nacen como fiel
reflejo de lo que siempre fue el sello y el carácter predominante de nuestro
barrio; esto es la voluntad firme y solidaria de llevar a cabo lo que la propia
gente del barrio se propone en cada momento para mejorar el día a día. Y así,
seguramente que con sus imperfecciones pero también con aciertos, cada uno de
los que colaboramos en la materialización del libro hemos tratado de llevar
este barco a un buen puerto.
Y en mi caso, aunque sea por un breve lapso de tiempo, precisamente a ese puerto del que hablaba casi al principio. A esa pequeña patria, ajena a inflamaciones heroicas, que es la juventud que entonces vivimos, que nos hizo crecer intelectualmente, madurar socialmente y en la que nos obstinamos en tomar ejemplo de aquellos que nos precedieron.
felicitaciones por hablar así del barrio con el cual me siento muy identificado lo mejor para el Barrio San Francisco
ResponderEliminarSe agradecen las felicitaciones. Estamos hablando de algo muy vivido y que a mi entender dejó huella profunda en todos los que allí estuvimos.
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