Me gustan los bares en la mitad del camino. Llegar a sus puertas y que un niño, apenas cinco o seis años, te mire desde el interior con ojos como lunas y le pregunte a su madre si ese señor de barba blanca que hay afuera es, tal vez, el Olentzero.
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Me gustan los bares en la mitad del camino. Los abrigos contra la estrechez, contra las nieblas y las tinieblas. Las nieblas que impiden vislumbrar la trocha por la que se llega y las tinieblas por donde marchan, secretos, los porvenires.
Me gustan los respiros y las treguas.
Me gusta llegar con calma y cansado tras andar en pocas horas entre las sombras del finisterre y el fulgor de los mares árticos.
Y me gusta que de cuando en cuando un gato montés me salude al paso, antes de hacerse invisible en la maleza.
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Me gustan los bares en la mitad del camino.
Aquellos en donde el calor se demuestra andando acompañado. Aquellos en los que aún se sabe dónde estás y quiénes somos.
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