Imagínese que usted tiene mayordomo (o así) y que este fámulo da las órdenes oportunas (bajo cuerda, claro, y presionando con las penas del infierno, porque le sale así y es gente de mal carácter) a un empleadillo de una entidad bancaria, para que en la cuenta de la que usted es titular se añadan fraudulentamente cantidades económicas que pasan a engrosar su patrimonio, como quien no quiere la cosa y sin que usted se haya enterado, porque bastante tiene con dirigir los rumbos del país, de la región o de su comunidad de vecinos.
Imagínese que tiempo después se descubre el pastel que se ha zampado única y exclusivamente usted y que el que tiene que juzgar si lo ocurrido está bien o está mal decide que usted no se ha enterado de nada, pese a la pesada digestión, y que la mala acción se debe achacar a su mayordomo y al empleadillo del banco, que hacen estas cosas en plan deportivo, porque sí y sin beneficio propio que se conozca. Y dadas las circunstancias o porque no caen de pie, ellos que no se comieron el pastel, se comen el marrón.
Imagínese.
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