A mí el color del cristal con que los miren me da exactamente igual.
Los nacionalismos me producen más frío que calor y sus ímpetus no me sirven ni de abrigo. Por eso el otro día yo me sentía como Peter Sellers en un guateque, un forastero en boda ajena. A mi lado pasaba gente vestida de amarillo, gente que se autorretrataba junto a su pareja amorosamente con bandera al fondo, gente inflamada de ardor patriotico que se hacía fotos con bandera y cartel de Bar Español al fondo como si hubieran puesto con eso una pica en Flandes o, más bien, en La Castellana, gente feliz de sentirse igual a otros y, al tiempo, diferente al hipotético enemigo.
Como decía, a mí los nacionalismos ni fu ni fa. Del mismo modo me ponen en el disparadero los de amarillo que los adoradores de la roja campeona o los que llevan la txapela como si fuera el tapón de las patrióticas esencias.
Siempre he pensado que esos calores los encienden aquellos que pretenden poner coto al coto de sus dominios. Y en ellos seguir recortando pensiones, sueldos, puestos de trabajo, maestros y médicos a su libre albedrío. Es decir, ellos, los de siempre, mangoneando con barretina, boina de amplio vuelo o los tirantes de Don Manuel.
Lo que nunca he entendido es qué coño hacen en el mismo fregado algunos representantes de la izquierda de cada nacionalidad.
Yo, por suerte, aún creo en la lucha de clases.
Al fin y al cabo, nada tengo yo que ver con el dueño del principal banco de este país de países aunque, teóricamente, vivamos en el mismo lugar.
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