Por la tarde hicimos la primera guardia y Benjamín nos enseñó la posición. Enfrente del parapeto corría un sistema de estrechas trincheras talladas en la roca con troneras muy primitivas hechas con montones de piedra caliza. Había doce centinelas colocados en diversos puntos de la trinchera y detrás del parapeto interior. Delante de la trinchera estaba la alambrada y más allá la pendiente se precipitaba hacia un barranco que parecía no tener fondo; al otro lado había montañas peladas, en algunos sitios meros peñascales grises e invernales, totalmente yermos, donde no se posaban ni los pájaros. Me asomé con cuidado a una de las troneras tratando de localizar la trinchera fascista.
-¿Dónde está el enemigo?
Benjamín hizo un gesto amplio con la mano.
-Allí -respondió. (Benjamín chapurreaba un inglés terrible.)
-Pero ¿dónde?
Según mis nociones de la guerra de trincheras, los fascistas debían estar a unos cincuenta o cien metros. No se veía nada, por lo que supuse que sus trincheras estaban muy bien camufladas. Luego con enorme decepción, vi lo que me indicaba Benjamín: en lo alto de la montaña que había enfrente, a setecientos metros como mínimo, se distinguía el vago perfil de un parapeto y una bandera roja y amarilla: la posición fascista. Me llevé un buen chasco. ¡No estábamos cerca! A esa distancia nuestros fusiles eran completamente inútiles. Justo en ese momento se oyó un griterío emocionado. Dos fascistas, unas figuritas de color gris muy lejanas, subían por la ladera de enfrente. Benjamín cogió el fusil del hombre que tenía al lado, apuntó y apretó el gatillo. ¡Clic! Un cartucho defectuoso; "mal presagio", pensé.
George Orwell
Homenaje a Cataluña.
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