Vuelvo de Madrid tras unos días de callejeo lento y relajado y me doy cuenta de que Madrid me gusta y no me gusta. Sé que podría vivir sin salir nunca de algunos barrios en los que el paisanaje se mueve con el hormigueo y, a la vez, la naturalidad que echo en falta en mi tierra, y que reconozco en algunos países más al sur y también hacia el oriente. Pero también sé que me mataría la rutina.
Me gusta sobrevolar como un anónimo pájaro de superficie sus calles sabiendo que en pocas jornadas mis alas me van a sacar de allí.
Me gusta el bullicio pero no las aglomeraciones. Me gusta la variedad, lo que sorprende, espiar el ritmo cotidiano de la gente, observar la hermosura y la fealdad.
Y luego poner medida humana al desvarío.
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