La verdad es que esto no me puede
estar pasando. En todo caso debe ser un episodio salido de la mente burbujeante
de Julio Verne. Solamente veo sobre mí a una gaviota tridáctila que cruza, ajena, un cielo
esplendorosamente azul entre dos paredes de hielo amenazante, mientras recojo
los diversos objetos que han saltado de mi mochila con la caída. En la superficie,
cuatro o cinco metros más arriba, acierto a distinguir también un perro que
ladra, dos rostros asustados a los que, curiosamente, tengo que tranquilizar y
el cabo de una soga a la que, aún estupefacto y dolorido, me agarro con
urgencia para no mudarme en un mustio retrato congelado.
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